Dinámica de Cuaresma y Semana Santa – Yo hago nuevas todas las cosas

Dinámica de Cuaresma y Semana Santa – Yo hago nuevas todas las cosas

Introducción: TENEMOS TODA UNA CUARESMA

«Id a la aldea de enfrente, y en cuanto entréis, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo…» (Mc 11,1).

Esta es la historia de un borrico.
De un borrico atado que no sabe desatarse solo.
De un borrico al que el Señor ama y necesita mucho.
Este es un borrico viejo y con el corazón duro, empeñado en hacer mal todo lo que hace.
Es un borrico perezoso y necio.
Pero un día Jesús se acerca a él y lo mira. Y le dice una frase misteriosa, algo que el borrico nunca olvidará, algo que dejará marcado a ese borrico para toda la vida.
Jesús se acerca a él, lo mira y le dice: «Yo puedo hacer nuevas todas cosas».

Si eres dócil.
Y el borrico entiende.
Sabe que Jesús está hablando de su corazón.
Y del tuyo. Y del mío.

Tenemos toda una Cuaresma para dejarnos renovar por el Señor.

Miércoles de Ceniza: UN CORAZÓN NUEVO

“Volved a mí de todo corazón. Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, volved a Yahveh vuestro Dios, porque Él es clemente y compasivo, tardo a la cólera, rico en amor, y se ablanda ante la desgracia” (Jl. 2, 12-18)

Comenzamos un nuevo tiempo litúrgico, la cuaresma. Tiempo de conversión, de oración, de intimidad con Dios. Tiempo en el que nos vamos a plantear renovar nuestra entrega.
Y en el miércoles de ceniza la primera lectura de la misa nos deja muy claro qué cosas son las que Dios quiere de nosotros.

Para que las trabajemos durante estos días de reflexión más profunda.
Y nos dice, a través del profeta Joel, que Él es el dueño del universo, y que hay cosas que no vale la pena que se las entreguemos, porque ya son suyas.

Que apuntemos a algo mejor: «Si hambre tuviera, no habría de decírtelo, porque mío es el orbe y cuanto encierra».
El Señor nos recuerda que Él es el dueño de nuestra vida, del mundo entero, de todo…, que todo lo nuestro es suyo.

Entonces, Señor, ¿Qué podemos darte que no sea ya tuyo? ¿Qué podemos ofrecerte? ¿Nuestra vida? ¡Si Tú puedes tomarla cuando quieras! ¿Nuestros sacrificios? ¡Si los hacemos porque Tú nos das la fortaleza! ¿Nuestra intimidad? ¡Si Tú la conoces mejor que nosotros mismos, porque ves en lo secreto!

¿Qué quieres, Señor, de nosotros, que no puedas tomar por ti mismo?
Ese sería el punto de partida de nuestra reflexión.
Y hay una cosa que el Señor no toma sin nuestro permiso: nuestro corazón, porque quiere que lo volvamos hacia Él libremente.

Es algo que hasta Dios, que es el dueño del universo, respeta: nuestra libertad de volver hacia Él.
El Señor quiere que volvamos a Él nuestro corazón. El fondo de nuestro corazón, nuestros deseos más hondos, nuestras ambiciones más secretas, nuestras intenciones más profundas. Esas intenciones que a veces se tuercen y que, si nos dejamos estar, y no las corregimos, terminan torciendo toda nuestra vida.

Él, que ve en lo secreto, y nos conoce bien, nos anima a que entremos en nuestro interior y nos conozcamos nosotros también. “Tú, en cambio, cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará».

«Entra en tu aposento». El Señor nos invita a entrar en nuestro propio aposento, donde Él nos espera, y a que cerremos la puerta, y a que nos quedemos a solas con Él y a que abramos los ojos. Y a que reconozcamos qué es lo que nos pasa, qué es lo que guardamos allí, qué hay en el fondo de nosotros mismos. Qué es eso que tenemos que volver al Señor, aunque nos desgarre el corazón.

Tenemos que entrar en nuestro aposento aunque nos duela. Aunque estemos acostumbrados a quedarnos fuera, a rezar desde fuera, a actuar desde fuera. Es hora de entrar, de ordenar, de hacer limpieza, de sacar el polvo, y la tierra, y las intenciones torcidas, y la frivolidad, y la superficialidad, y los motivos poco rectos que llenan nuestro interior.

Es hora de renovar

Es hora de entrar y descubrir que el origen de esa angustia que nos envuelve está encerrado ahí. En nuestro interior. Justamente ahí, en ese corazón que no queremos «volver al Señor». En esa falta de rectitud y pureza de corazón, que es tan molesta.

No busquemos la causa de nuestra tristeza fuera de nosotros. No la busquemos en los demás, que no nos quieren como nosotros quisiéramos que nos amaran. No la busquemos en los acontecimientos que nos superan, ni en nuestros dolores, ni en nuestros problemas, ni en nuestras enfermedades, ni en el malestar social… Esos son los vestidos, que, si se rasgan, no importa.

Si estamos angustiados es porque nos rasgamos las vestiduras, pero todavía no hemos sido capaces de rasgar nuestro corazón.

Jueves después de ceniza: PALABRAS PARA HOY Y PARA TODOS

«Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos de Yahveh tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas a Yahveh tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y multiplicarás; Yahveh tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión.

Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar a postrarte ante otros dioses y a darles culto, yo os declaro hoy que pereceréis sin remedio y que no viviréis muchos días en el suelo que vas a tomar en posesión al pasar el Jordán. Pongo hoy por testigos contra vosotros al cielo y a la tierra: te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición.

Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando Yahveh tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a Él; pues en eso está tu vida, así como la prolongación de tus días …». (Deut 30,15-20)

Felicidad o desgracia… Vida o muerte… Bendición o maldición�?�

«Escoge la vida» dice el Señor. Escoge, elige, es tu decisión. Está en tu mano. Está en tu mano ser feliz o desgraciado, salvarte o perderte, llegar al Cielo o quedarte por el camino. Está en tu mano elegir la vida. ¡Escógela!

La decisión es nuestra. La libertad de los hijos de Dios es vertiginosa.
Si queremos la vida y la felicidad, ya sabemos cuál es el camino: escuchar a Dios, guardar sus mandamientos, vivir unidos a Él, cargar la cruz de cada día, aunque nos cueste. Por nuestra felicidad eterna Jesús murió en la Cruz, y lo único que nos pide es que le ayudemos a cargarla: Decía a todos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?» (Lc 9,22-25).

Si queremos la muerte y la desgracia también conocemos bien el camino: «Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar a postrarte ante otros dioses y a darles culto, yo os declaro hoy que pereceréis sin remedio».

La radicalidad del mensaje de salvación de Dios es sobrecogedora: vida o muerte, felicidad o desgracia, perder la vida o ganar la vida, tomar la cruz o no tomarla, ganar el mundo o perderlo. No hay medias tintas. El mensaje es claro.

Por eso nuestra decisión también exige radicalidad. Y rapidez. Todo esto Dios nos lo dice «hoy»: «Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia». ¡Hoy! Y nos lo dice «a todos»:»Decía a todos». ¡A todos! No a unos poco elegidos. A todos. Hoy y a todos.

Son palabras para hoy y para todos. Las primeras fueron dichas hace muchos siglos, en el Deuteronomio, y sin embargo son actuales: «hoy pongo ante ti…». Las segundas las dijo Jesús hace dos mil años:»decía a todos». Y «a todos» nos sigue diciendo «hoy».

Hoy todos debemos tomar una decisión. Una decisión radical.
O vivo en Dios o vivo fuera de Él.
O tomo la cruz o la dejo tirada.
O gano a Jesús o pierdo a Jesús.
O gano el cielo o pierdo el cielo.
O soy feliz o soy desgraciado.
O vuelvo mi corazón a Dios o lo desvío.
O digo si o digo no.
O voy ahora o no voy nunca.
O recojo con Jesús o desparramo sin Él.
O termino ahora con esa situación de pecado o esa situación de pecado terminará conmigo.

¿De qué nos quejamos? Jesús, que era inocente, tuvo que sufrir mucho. «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día».

El mensaje de hoy es un mensaje que no pierde actualidad:»ama a Yahveh tu Dios, escucha su voz, vive unido a Él; pues en eso está tu vida, así como la prolongación de tus días…».

¡La prolongación de tus días!
Esa es la vida eterna, no hay solución de continuidad: lo que elijamos aquí y ahora lo estamos eligiendo para siempre… ¡para siempre!

Viernes después de ceniza: LOS AYUNADORES MÁS TRISTES DEL MUNDO

«¿Por qué ayunamos y tú no lo ves, nos afligimos y tú no lo reconoces? Porque vosotros, el mismo día en que ayunáis, os ocupáis de negocios y maltratáis a vuestra servidumbre, ayunáis para entregaros a pleitos y querellas, y para golpear perversamente con el puño.

¿Es este el ayuno que yo amo, el día en que el hombre se aflige a sí mismo?, ¿Doblar la cabeza como un junco, tenderse sobre el silicio y la ceniza…?

Este es el ayuno que yo amo: soltar las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los oprimidos, y romper todos los yugos, compartir tu pan con el hambriento, y albergar a los pobres sin techo. Cubrir al que veas desnudo, y no despreocuparte de tu propia carne… Entonces llamarás y el Señor responderá, pedirás auxilio y Él dirá «Aquí estoy»». (Is 58,1-9)

¿Por qué nos da la impresión de que Dios no está en nuestra vida, que no nos responde, que, a pesar de que ayunamos, de que cumplimos, no sentimos la alegría y la paz que tendríamos que sentir por vivir unidos a Jesús? ¿Por qué no somos del todo felices?

¿Por qué este ayuno produce en nosotros malestar y tristeza? ¿No será que no hacemos el ayuno que ama el Señor? ¿No será que no le damos al Señor lo que nos pide, que seguimos dándole esos novillos que ya son suyos? ¡Somos los ayunadores más tristes del mundo! ¿Qué nos pasa?

¡Cuántas veces le damos a Dios lo que nosotros queremos darle y no lo que Él nos pide! Y por eso no estamos en paz, por eso nos parece que Dios no nos responde.
¡Cuántas veces cargamos cruces, quizá durísimas, por no querer llevar la que Dios nos pidió que cargáramos!

Dios nos da la gracia, sí, pero para cargar con las cruces de verdad, no con las de mentira.
¡Cuántas veces vivimos el amor a Dios como un peso pesado y no como un camino de liberación!
Dios quiere nuestra felicidad.

No quiere el dolor porque sí, no quiere cruces inútiles, no quiere el sufrimiento sin sentido. No quiere que estemos afligidos y doblemos la cabeza como un junco.
«Este es el ayuno que yo amo…»: romper cadenas, desatar lazos, compartir el pan…

¿De qué sirve nuestra hambre si el pan que no comimos se quedó pudriéndose en una panera?
¿De qué sirve nuestro cilicio si no desatamos esos lazos que verdaderamente nos afligen, porque nos separan de Dios?

¿De qué sirven nuestras mortificaciones si no rompen cadenas, si no nos llevan a estar más alegres y a hacer más felices a los demás?

«Entonces se acercaron los discípulos de Juan y le dijeron: ¿por qué tus discípulos no ayunan como lo hacemos nosotros y los fariseos? Jesús les respondió: ¿acaso los amigos del esposo pueden estar tristes mientras el esposo está con ellos? Llegará el momento en que el Esposo les será quitado, y entonces ayunarán» (Mat 9,14-15).

¿Acaso podemos estar tristes los amigos de! esposo? ¿Acaso su programa de vida no es una bienaventuranza? ¿Acaso no hemos entendido que los problemas, todo, a su lado, son camino de felicidad?

Dice el refranero popular que “las penas, con pan, son buenas”.
Para nosotros las penas, con Pan, son buenas.

Él es el Pan de vida, el Pan que convierte en buenos todos los acontecimientos de nuestra vida.
¡Qué ayunen aquellos que no tienen al esposo a su lado! ¡Qué ayunen los que no tienen Pan! Ese es el peor ayuno, esa es la verdadera tristeza, esa es la verdadera ausencia de alegría!
¡Esos tendrían que ser los ayunadores más tristes del mundo!

Sábado después de ceniza: RECAUDANDO IMPUESTOS

«Después Jesús salió y vio a un publicano llamado Leví, que estaba sentado junto a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: Sígueme. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió». (Lc 5,27-28)

Nosotros también vivimos sentados junto a la mesa de recaudación de impuestos. Vivimos recaudando. Recaudando, muchas veces, cosas que no sirven para nada. O que nos hacen mal.
Vivimos para recaudar dinero, o bienes, o simpatías personales, o relaciones sociales, o buenos momentos, o comodidad, o más trabajo, -aunque no lo necesitemos-, o más cosas, -aunque nos sobren con las que ya tenemos-.

Recaudamos, recaudamos… Nos gusta recibir. Nos gusta mucho más recibir que dar. Cobramos impuestos por todas partes. Por cada favor que hacemos, por cada servicio, por cada gesto de amor que nos decidimos a dar. Estamos muy centrados en recaudar para nosotros mismos.

A veces queremos recaudar cariño a toda costa, recaudar afectos por encima de todo, recaudar personas que nos quieran. Que nos quieran más que a otros, que nos demuestren el amor como a nosotros nos gratifica. Vamos con el corazón en la mano ofreciéndoselo al mejor postor.

Ç Nos gusta recaudar, nos gusta que sean generosos con nosotros, que sean serviciales que nos hagan favores, que nos den afecto, que nos regalen, que estén pendientes de nosotros, que nos prefieran.
Nuestra vida es una mesa de recaudación de impuestos. Y cuando Jesús pasa por ella, y nos dice «sígueme», nos parece una locura.

Sígueme… Déjalo todo y sígueme… Deja de cobrar y comienza a pagar… Deja de recibir y comienza a dar… Deja de pensar en ti y comienza a pensar en los demás.
Decídete a dar a Dios algo, al menos en agradecimiento por haber recibido tanto de Él.

Y ahí, sentados en la mesa de recaudación, nos cuesta reaccionar como Mateo. “Leví ofreció a Jesús un gran banquete en su casa. Había numerosos publicanos y otras personas que estaban a la mesa con ellos. Los fariseos y los escribas murmuraban y decían a los discípulos de Jesús: ¿Por qué vosotros coméis y bebéis con publicanos y pecadores? Pero Jesús tomó la palabra y les dijo: No son los sanos los que tienen necesidad del médico sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan” (Lc 5,29-32).

Jesús no nos llama porque somos buenos, nos llama para que seamos buenos.
Mateo entendió el mensaje. Se levantó y lo siguió. Y decidió comenzar a dar. Empezó por dar un banquete en su casa e invitar a todos sus amigos. Empezó por compartir la alegría de conocer a Jesús con los demás.

Su decisión fue radical. Jesús se acercó, lo miró…-¡cómo sería esa mirada!-, lo llamó, y él se levantó y dejándolo todo, lo siguió. Se convirtió.
Volvió su corazón al Señor.
Ahí está la clave de todo.

Domingo de la 1ª semana: NO SÉLO DE PAN VIVE EL HOMBRE

«No comió nada durante esos días y al cabo de ellos tuvo hambre. El demonio le dijo entonces: si tú eres Hijo de Dios manda a esta piedra que se convierta en pan. Pero Jesús le dijo: Dice la Escritura: No solo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios… Una vez agotadas todas las formas de tentación el demonio se alejó de Él hasta el momento oportuno». (Lc 4,2-4. 13)

La respuesta a la llamada de Jesús llena de satisfacción. Es gratificante. Sentimos que nuestra vida adquiere sentido, y estamos llenos de gozo. Por eso celebramos banquetes, como Mateo, y contagiamos a todos nuestra felicidad. Se nos nota en la mirada que estamos felices y llenos de Dios. Empezamos el seguimiento de Jesús con entusiasmo. Con muchísimo empuje.

Sin embargo, la vocación no es un cuento de hadas. Hay que renunciar a muchas cosas, y, lo que es más duro, convertirnos, volver nuestro corazón a Dios. El camino no siempre es fácil. Hay dificultades, obstáculos, incomprensiones, cosas que no salen como nosotros esperábamos. Y ese entusiasmo del principio es lo primero que se pierde. Quizás no perdemos la fe, quizás seguimos siendo fieles, caminando a contrapelo… pero sin entusiasmo. Y nos parece que, perdido el entusiasmo, perdida la vocación.

Y lógico, después de unos días, tenemos hambre…
Hambre de entusiasmo, hambre de afectos, hambre de consuelos humanos, hambre de optimismo.
Entonces es el momento oportuno para que aparezca la tentación. Es el momento favorable para que lleguen de golpe las ganas de aflojar, de volver a la mesa de recaudación, de volver a la vida fácil. El demonio conoce el momento oportuno, y actúa.

Jesús, perfecto Dios y perfecto hombre, sufrió también la tentación. Y la sufrió, como dice el evangelio, en todas sus formas. Y la venció.

El demonio sabía en qué momento tentar a Jesús para que convirtiera las piedras en pan. El momento oportuno era ese: cuando llevaba varios días sin comer y tenía hambre. Es lógico, al que no tiene hambre no se le tienta con pan.

Y a nosotros también nos gustaría que esos afectos del principio, que se han puesto duros como una piedra, se conviertan en pan. Pero sabemos, como Jesús, que no sólo de pan vive el hombre.
A veces nos creemos que no tenemos más remedio que caer en la tentación, «porque tenemos hambre». Nos creemos que «el hambre» es una excusa.

La ocasión hace al ladrón y el demonio sabe mucho de eso. Pedro dice en una de sus cartas que el demonio nos «acecha como león rugiente». Está esperando un momento de hambre para ofrecernos de su pan.

Tenemos que estar preparados. Saber que hay momentos en los que vamos a tener hambre, en que nos van a faltar cosas, y que en esos momentos vamos a ser tentados, y que esa tentación la podemos vencer, como Jesús. Tenemos toda la gracia de Dios. El hambre no es una excusa para no vencer.

Es lógico que el entusiasmo del principio se pierda, que haya problemas y dificultades, que nos sintamos solos y sin fuerza, y que el camino se ponga un poco difícil. Y es lógico que venga la tentación.
Pero podemos contestar, con Jesús, que no sólo de pan vive el hombre, que no sólo de entusiasmo se alimenta una vocación, sino del deseo firme de seguir a Jesús.

Un día, de la boca de Dios salió una palabra: «¡Sígueme!», que nos sedujo.
Y aquí es el momento de recordar que no sólo de entusiasmo vive nuestra vocación sino de esa palabra, -¡eterna!- que salió un día de la boca de Dios.

Lunes de la 1ª semana: SERVIDORES FIELES

«Vosotros seréis santos porque Yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo». (Lev 19,2)
«¿Cuál es entonces el servidor fiel y previsor a quien el Señor ha puesto al frente de su personal, para distribuir el alimento en el momento oportuno? Feliz aquel servidor a quien su señor, al llegar, encuentra ocupado en este trabajo. Os aseguro que lo hará administrador de todos sus bienes». (Mt 25,45-46)

Pues ese servidor fiel y previsor a quien el Señor ha puesto al frente de su personal, para distribuir el alimento en el momento oportuno es, esencialmente, el sacerdote.

Un sacerdote es un regalo de Dios, un don de Dios para la Iglesia, que necesita «comer en el momento oportuno». Que está hambrienta de Dios. Que necesita trabajadores que se ocupen de esa tarea, encomendada directamente por Jesús. «Dadles vosotros de comer» (Mat 14,16) les dice Jesús a sus apóstoles.

Nadie mejor que el Cura de Ars, ejemplo de sacerdote santo y patrón de los párrocos, para explicarnos qué es un sacerdote: «Un sacerdote es un hombre que ocupa el lugar de Dios, un hombre revestido de todos los poderes de Dios. San Bernardo asegura que todo nos viene por María. Se puede decir también que todo nos viene por el sacerdote: sí, todas las felicidades, todas las gracias, todos los dones celestes.

Si no tuviéramos el sacramento del Orden Sacerdotal no tendríamos a Nuestro Señor. ¿Quién le ha puesto ahí, en ese Tabernáculo? El sacerdote. ¿Quién ha recibido el alma en su entrada a la vida? el sacerdote. ¿Quién la alimenta para darle la fuerza para hacer su peregrinación de la vida? el sacerdote. ¿Quién la preparará a presentarse ante Dios, lavando esta alma, por última vez, en la sangre de Jesucristo? el sacerdote. Y si esta alma va a morir por el pecado, quien la resucitará, ¿quién le devolverá la calma y la paz? Otra vez el sacerdote.

Id a confesaros a la Santa Virgen o a un Ángel: ¿os absolverán? No. ¿Os darán el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor? No. La Virgen no puede hacer descender a su divino Hijo en la hostia. Podrá haber doscientos ángeles ahí, que no podrán absolverle. Un simple sacerdote puede hacerlo, puede deciros «vete en paz, te perdono».

¡Qué grande es el sacerdote!

Tras Dios, ¡el sacerdote lo es todo! Dejad una Parroquia veinte años sin sacerdote: adorarán a las bestias.

¿Qué cosa es el sacerdote! Si él se percatara de ello, moriría. Dios le obedece: Dice dos palabras y Nuestro Señor desciende del Cielo». (De Orar con el cura de Ars Edit. Desclée De Brouwer)
Y si hay «un servidor feliz a quien su Señor al llegar encontró ocupado en este trabajo» fue sin duda el Cura de Ars. Su mayor felicidad era dar misa.

Pasaba horas en el confesionario, sacándolas de su descanso, incluso en su vejez y enfermedad. No dormía más de dos o tres horas seguidas, y se levantaba para seguir confesando. «Tenía muchas ganas de dormir» decía en una ocasión, «pero no he dudado en levantarme. ¡Es tan importante la salvación de las almas! Y muerto de fatiga, entraba en el confesionario a la hora de costumbre».

Un día un joven misionero le preguntó:
– Si Dios le dejase aquí hasta el fin del mundo tendría usted mucho tiempo. Dígame: ¿también se levantaría tan de mañana?
-Ah, amigo mío, siempre me levantaría a media noche. No es el cansancio lo que me espanta: sería el más feliz de los sacerdotes si no fuese por el pensamiento de que he de comparecer como párroco ante el tribunal de Dios».

(El cura de Ars, pag. 629, Francis Trochu. Edic. Palabra)
El Cura de Ars está en los altares. Pero hay muchos sacerdotes que luchan por la santidad entre nosotros, en medio del mundo, entre obstáculos y tentaciones; que han renunciado a tantas cosas por amor a Dios y a los hombres; que viven ocupados en su trabajo de servir a los demás, que nos ayudan, nos apoyan, nos sostienen, nos perdonan y nos dan el alimento en el momento oportuno.

Muchos sacerdotes alegres, trabajadores, leales, fieles, y dispuestos a reflejar en su vida el rostro de Dios.

¿Y nosotros?
Sólo nos queda asombrarnos ante las maravillas que hace Dios por los hombres.
Y rezar, para que el Señor siga enviando obreros a su mies.

Martes de la 1ª semana: ENTRE PADRES E HIJOS

«Vosotros pues, orad así: Padre nuestro, que estás en el Cielo, santificado sea tu nombre…». (Mt 6,7-15)

Así enseña Jesús a rezar a sus apóstoles, cuando éstos le piden. «Y sucedió que, cuando hacía oración en cierto lugar, al terminarla, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar». ¡Cómo sería la oración de Jesús para que provoque en ellos ese deseo de rezar! ¡Cómo sería ver rezar a Jesús! Podemos imaginar su recogimiento, sus gestos sobrios, su búsqueda de soledad, su sencillez, su naturalidad.

Y podemos escuchar también sus palabras. Muchas de ellas han llegado hasta nosotros. Y podemos oír de sus labios la palabra más importante de todas, la que Jesús siempre repite, la clave de la oración: Padre. ¡ABBA! Jesús, cuando reza, se dirige al Padre:
“Te doy gracias, Padre”
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
«Padre, si quieres, aparta de Mí este cáliz».
«Padre, quiero que los que Tú me diste estén conmigo donde yo esté».
«Padre santo, cuida en tu nombre a aquellos que me diste».

La oración de Jesús es un diálogo sencillo con su Padre. No son reflexiones largas, ni discursos, ni meditaciones profundas. Se dirige al Padre como un hijo. Habla con su padre de corazón a corazón. Con sencillez.

¿Por qué nos gustará a nosotros tanto complicarnos?

La oración de Jesús es simple. Jesús dirige al Padre sus alegrías y sus miedos, sus tristezas y sus angustias, su agradecimiento y su alabanza. Jesús pide al Padre que se haga su voluntad, y que venga su Reino. Y pide perdón por nosotros, que no sabemos lo que hacemos. Y le pide al Padre que nos cuide.
Y nos enseña a rezar como Él.
La clave de la oración está en la palabra «Padre». ¿Cómo podríamos dirigirnos a un Dios que no fuera Padre? ¿Con qué derecho le pediríamos el pan de cada día? ¿Con qué confianza el perdón de nuestras faltas tan constantes?
Podemos caer cada día y cada día pedir perdón. Porque sabemos que Dios es padre, y perdona. Podemos tener hambre y pedir el pan, con la naturalidad de un hijo que le pide a su padre de comer. Podemos pedirle que haga su voluntad en nuestra vida, porque necesitamos un padre que nos guíe y nos lleve de la mano.
Jesús no da instrucciones complicadas para rezar. La oración es para todos. Cualquier hijo que sepa hablar con su padre es capaz de rezar. Eso es la oración.
La oración es algo entre padres e hijos.
Lo único que necesitamos para rezar es ser hijos. Reconocernos menesterosos, y débiles, y necesitados de comprensión y cariño. Reconocernos demasiado «pequeños» para poder defendernos solos de la tentación y del Mal.
La oración es alivio del alma.
La oración es la felicidad de un niño que camina hacia su casa sabiendo que siempre hay alguien que lo quiere, esperándolo. Que nunca va a encontrar la casa vacía. Y esa felicidad la transmitía Jesús cuando rezaba.
Por eso contagiaba las ganas de rezar. ¿Qué transmitiremos nosotros cuando rezamos? ¿Por qué será que nadie nos pide que le enseñemos a rezar?

Miércoles de la 1ª semana: ¿HACIA NÍNIVE O HACIA TARSIS?

“La palabra del Señor fue dirigida por segunda vez a Jonás, en estos términos: Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y anúnciale el mensaje que yo te indicaré.
Jonás partió para Nínive conforme a la palabra del Señor. Nínive era una ciudad enormemente grande: se necesitaban tres días para recorrerla. Jonás comenzó a internarse en la ciudad y caminó durante todo un día, proclamando: Dentro de cuarenta días Nínive será destruido. Los ninivitas creyeron en Dios, decretaron un ayuno y se vistieron con ropa de penitencia, desde el más grande hasta el más pequeño». (Jon 3,1-5)

“La palabra del Señor fue dirigida por segunda vez a Jonás…». Fue dirigida por segunda vez, porque a la primera hizo oídos sordos. Cuando Jonás escuchó la voz de Dios por primera vez se asustó, y decidió tomar un barco e irse a Tarsis. Y esta decisión suya provocó un desastre. Hubo tormentas y tempestades, los marineros estaban muertos de miedo, el barco casi se destruye y hasta Jonás reconoció que todo eso ocurría por su culpa, y pidió que lo arrojaran al mar.
La misión de Jonás, o sea su vocación, era anunciar la salvación en Nínive. La vocación es algo claro, que viene de Dios, y no se negocia. Jonás no le puede contestar a Dios: «en vez de anunciar tu palabra en Nínive preferiría sacar al pueblo de Israel de Egipto, como hizo Moisés, me parece una misión más fascinante». No es así la cosa. Moisés tenía su vocación y Jonás la suya. Dios elige, porque sabe más.
Y para ser felices no nos queda más remedio que seguir ese camino que Dios nos marca porque, de no seguirlo, comienzan a producirse tempestades en nuestra vida y en la de los demás.
Jonás se niega a anunciar la salvación en Nínive. Y en realidad eso no es un pecado. Negarnos a hacer algo bueno, o «algo más» que mi mera responsabilidad, no es malo. Al menos, en principio, no lo es. Sin embargo, cuando ese algo más es la llamada de Dios, se convierte en un imperativo.
Aunque elijamos hacer algo espléndido, extraordinario, maravilloso, sublime» fascinante, heroico… si no es lo que Dios nos pide, no va a funcionar, ni nos va a hacer felices.
Por eso Jonás lo único que provoca a su alrededor son desastres. Sin querer, hace el mal a la gente que lo rodea, está desubicado en la vida, siembra tempestades, no puede ayudar a los demás, y eso lo lleva al abismo.
Lo tiran al mar y ahí es tragado por un pez. Está tres días y tres noches viviendo en el vientre del pez, esa situación en la que caemos cuando no vivimos nuestra vocación. Lo malo de no seguir los pasos de Dios no es que al morir nos vayamos al infierno, sino que es un modo de vivir en el vientre de un pez. ¿Y a quién le gusta eso?
El vientre del pez es oscuridad, angustia, desfallecimiento, algas enredadas en la garganta, corrientes que te envuelven…
De ahí no nos saca nadie, y menos salimos solos.
Y todo por no decir «sí» a Dios cuando nos mandó a Nínive.
Jonás entonces se acuerda de Dios, y reza: «cuando mi alma desfallecía me acordé del Señor, y mi oración llegó hasta ti».
Fue suficiente la oración de Jonás para que Dios diera una orden al pez y éste lo arrojara a tierra firme.
Cuando respondemos a Dios que «sí» nuestra vida cambia y las cosas comienzan a salir. Somos capaces de anunciar la salvación, hacemos el bien casi sin darnos cuenta, la gente nos sigue… ¡hasta el Rey obedeció a Jonás, y se convirtió! Estamos seguros de nosotros mismos, contentos, firmes. Generamos paz y no tormentas. Todo funciona.
Y esta es la conclusión del relato de Jonás: Si notamos que, a pesar de cumplir los preceptos e intentar ser buenos, las cosas no salen, no estamos del todo contentos, las personas que nos rodean siguen frías, no caldeamos el ambiente y a veces incluso hay tempestades en nuestra vida… ¿no será que estamos haciendo cosas buenas pero no las cosas que Dios nos pide?
¿No será que en vez de a Nínive, donde Dios nos manda, hemos decidido viajar a Tarsis, donde queremos ir nosotros?
¿No será que le estamos diciendo que «no» a Dios?

Jueves de la 1ª semana: SEGUIRÉ MIRANDO HACIA TU SANTO TEMPLO

«Pedid y se os dará, buscad y encontrareis… ¿quién de vosotros, cuando su hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pez le da una serpiente? Si vosotros, que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos… ¡cuánto más el Padre celestial dará cosas buenas a aquellos que se las pidan!». (Mt 7,7-12)

La oración de Jonás es bellísima: «Desde mi angustia invoqué al Señor y Él me respondió. Desde el seno del abismo pedí auxilio y Tú escuchaste mi voz. Tú me arrojaste a lo más profundo, al fondo del mar, la corriente me envolvía. ¡Todos tus torrentes y tus olas pasaron sobre mí! Entonces dije: he sido arrojado lejos de tus ojos pero yo seguiré mirando hacia tu Santo Templo…» (Jon 2,1-5).
Jonás comprende que su negativa a los planes de Dios lo ha llevado al fondo del abismo, pero, lejos de hundirse, se arrepiente, decide rectificar su vida, y llama a Dios, sabiendo que Él no lo va a abandonar. La clave de la eficacia de su oración está en su disposición de no dejar a Dios por nada del mundo: «Yo seguiré mirando hacia tu Santo Templo».
Seguiré mirando hacia tu Santo Templo, pase lo que pase, aunque la corriente me envuelva, aunque haya sido arrojado lejos de tus ojos. Yo sé cuál es el camino, sé qué es lo que tengo que hacer, sé dónde están las respuestas, y desde esa firmeza, pido. Y Dios no puede dejar de darme.
Aunque te sienta, Señor, a miles de kilómetros de mí, aunque me parezca que me echaste de tu lado, aunque me sienta solo y desamparado, seguiré mirando hacia tu Santo Templo, porque sé que Tú estás ahí, y ahí es donde te tengo que buscar. Entonces buscaré y encontraré.
Jonás sabe rezar. Reza con fe, sin dejar de mirar ni un momento al Santo Templo, centrado, sabiendo que le pasa y que necesita, sabiendo donde ha caído y queriendo salir de esa situación. Eso, es pedir pan. Y Dios, se lo da, porque… «¿quién de vosotros, cuando su hijo le pide pan, le da una piedra?».
Sin embargo, hay veces que en vez de pan estamos pidiendo piedras. Y por eso no recibimos, porque Dios no puede darnos piedras. Nos puede pasar que estemos angustiados, o en un callejón sin salida, o que hayamos caído al abismo, como Jonás, y pidamos ayuda a Dios para salir. Pero le pedimos que Él lo ponga todo. Que nos saque de ahí, porque nosotros no tenemos voluntad de salir. Rezamos con los labios para salir del pez pero nuestro corazón está anclado en e! fondo del mar. No reconocemos nuestra falta de amor, ni nuestra negativa a los planes de Dios, nos sentimos víctimas, y sobre todo, dejamos de mirar hacia el Santo Templo, dejándonos estar en nuestra lucha espiritual, abandonando las prácticas de piedad o los sacramentos frecuentes.
Dios nos saca de cualquier abismo, como hizo con Jonás, pero hay que estar dispuesto a salir, a desandar, estar decididos a caminar hacia Nínive, hacia donde el Señor nos envía.
Podemos caer. Todos caemos continuamente. El justo cae siete veces.
Podemos caer. Lo que no podemos hacer es dejar de levantarnos.

Viernes de la 1ª semana: MALOS Y BUENOS

«Si el malvado se convierte de todos los pecados que ha cometido, observa todos mis preceptos y practica el derecho y la justicia, seguramente vivirá y no morirá. Ninguna de las ofensas que haya cometido le será recordada, a causa de la justicia que haya practicado vivirá.
Pero si el justo se aparta de su justicia y comete el mal, imitando todas las abominaciones que comete el malvado ¿acaso vivirá? Ninguna de las obras justas que haya hecho será recordada a causa de la infidelidad y del pecado que ha cometido, morirá.
Y sin embargo la Casa de Israel dice: El proceder del Señor no es correcto. ¿Acaso no es vuestro proceder, y no el mío, el que no es correcto?». (Ezequiel 18,21-22.24.29)

Entonces… ¿hay malos y buenos, como en las películas? Pues no, en la realidad hay un solo Bueno, y muchos malos. Donde sí hay malos y buenos es en cada uno de nosotros. En cada uno de nosotros hay un malo y un bueno, un hombre viejo y un hombre nuevo, un hombre que merece condenarse y un hombre que busca la salvación.
En cada uno de nosotros está el malvado y el justo. Y es facilísimo pasar del uno al otro. El ser humano tiene esa agilidad especial para, en el momento menos pensado, realizar la peor o la mejor acción de su vida. Eso le pasó a David, y a Salomón, y a tantos otros. Más como a nosotros le pasó a Pedro. Pedro pasa de querer dar la vida por Jesús a negarlo. Pasa de ser felicitado por Jesús: «Feliz de ti Simón, hijo de Jonás…», a ser condenado por el mismo Jesús: «Apártate de mí, Satanás».
Ambas frases dirigidas al mismo Pedro en un corto lapso de tiempo.
Cuántas veces habremos pasado nosotros en nuestra vida, en un minuto, de un «Apártate de Mí» a un «feliz de ti». Y lo que es peor, cuántas veces nos habrá pasado lo contrario.
En cada uno de nosotros hay un justo y un malvado. Un «Apártate de Mí» y un «feliz de ti». La cuestión es que tiene que ir creciendo el justo y disminuyendo el malvado. Y no al revés.
El problema es que, por nuestra naturaleza caída, es más fácil que crezca el malvado que el justo. Pecar es fácil y evitar el pecado es difícil. Exige un esfuerzo y una lucha. Y por supuesto, la gracia de Dios.
Pero también es verdad que contamos con todos los medios para vencer…. Evitar el pecado es difícil, sí, pero… ¿Por qué en vez de apuntar a no pecar no apuntamos más alto, a hacer el bien, a hacer crecer el bueno que hay en nosotros? No nos dediquemos a dar palos al malo, dediquémonos a alimentar al bueno, que es más constructivo.
Es cierto. Ser justo cuesta. Pero cuesta más evitar que nos den pelotazos que agarrar nosotros la pelota y tirarla hacia donde queramos.
Para Jonás hubiera sido más difícil centrar su vida en evitar las tempestades y las olas que optar por pedir ayuda para salir del fondo de! mar.
Centremos nuestra lucha en hacer el bien, que en ese empeño tenemos toda la gracia de Dios. «Buscad el reino de Dios y su justicia, que el resto se os dará por añadidura». Es más fácil evitar el mal buscando el bien que luchando contra el mismo mal. Sobre todo porque hay un Mal que es mucho más fuerte que nosotros.
Centrémonos en hacer crecer en nosotros al justo, porque creciendo el justo el malvado disminuye solo, hasta quedar perdido en el recuerdo: «Ninguna de las ofensas que haya cometido le será recordada, a causa de la justicia que haya practicado vivirá». Ahogaremos el mal en abundancia de bien.
«A causa de la justicia que haya practicado vivirá». En un segundo, Dimas pasó de ser un ladrón a ser un santo. En un segundo, se olvidaron todos sus pecados. Así es la justicia de Dios. Él había sido toda su vida un criminal. Merecía no solo la cruz de la que colgaba, al lado de Jesús, sino la condenación eterna. Sin embargo, se salva. Después de una vida llena de maldades. Porque realiza un acto de justicia. El acto de justicia más sublime del mundo: mirar a Jesús en la cruz y reconocer a un inocente pagando culpas ajenas, por amor. Y pide perdón, desde el fondo del corazón. Y pide ayuda: «Acuérdate de mí cuando estés en tu reino».
Es cierto. Nunca vamos a entender el alcance de la justicia de Dios: «Y sin embargo la Casa de Israel dice: El proceder del Señor no es correcto. ¿Acaso no es vuestro proceder, y no el mío, el que no es correcto?».
¡El hombre y su eterna manía de juzgar a Dios! Nunca vamos a entender la justicia de Dios. Es demasiado generosa…
¿O es justo acaso que un sólo hombre bueno e inocente pague por los pecados de todos los hombres malos y culpables?
Demasiado amor para que lo entendamos nosotros, los hombres.

Sábado de la 1ª semana: UN AMOR NUEVO

‘Vosotros habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos, orar por vuestros perseguidores, así serán hijos del Padre que está en el Cielo, porque Él hace salir el sol sobre malos y buenos, y hace caer la lluvia sobre justos e injustos. Si vosotros amáis solamente a quienes os aman: ¿qué recompensa merecéis?». (Mt 5,43-46)

Jesús vino a este mundo a hacer nuevas todas las cosas. Son palabras suyas: «Y el que estaba sentado en el Trono dijo: Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5).
Y una de las cosas que hace nuevas en nosotros es enseñarnos a amar de un modo nuevo. Nuestro concepto de amor es un concepto viejo, usado, inservible, demasiado fácil para ser gratificante. Nosotros amamos a quien nos resulta amable. Tomamos el amor como un gusto que nos damos a nosotros mismos. No nos resulta compatible el concepto de amor y el de dolor. Pensamos que el amor es sentirse bien con alguien, algo así como un sentimiento agradable hacia quien merece ser amado porque también nos ama y nos hace felices.
Hoy está de moda lo light: el inglés sin esfuerzo, adelgazar sin esfuerzo, aprender sin esfuerzo, amar sin esfuerzo. Y parece ser que en los tiempos de Jesús también, si no, no hubiera tenido que recordarles que amar exige un esfuerzo. Y a veces extraordinario. Pero que vale la pena.
Amar es dar. Saber dar a quien necesita y no a quien nos complace dar. Saber dar a esas personas que tenemos cerca y que no nos resultan agradables. Saber dar a quien no nos agradece. Saber dar a los que no nos quieren, y a lo que nos persiguen, y a los que nos critican, y a los que nos odian, porque amándolos vamos a ablandarles el corazón. Ellos sólo van a aprender a amar experimentando en sus vidas nuestro amor.
Amar es saber dar a los que amamos, incluso a los que amamos mucho, pero sin bajar la guardia.
Seguir dando, cuando estamos ya cansados de dar. Cuando el día ya fue demasiado largo. Cuando ya, llegar hasta ese detalle, puede resultar heroico. Cuando volver a sonreír es poco menos que entregar la vida al martirio.
Amar es recibir. Es abrir los brazos y recibir a todos. Es acoger en nuestra vida a aquellos que nos quieren amar. Es recibir con cariño un detalle, o una atención, o un poco de amor de alguien que necesita entregar su corazón. Es recibir un agradecimiento. Es recibir con una sonrisa sincera un gesto desagradable, una mala cara o una respuesta desairada.
Amar es recibir a cada uno como es. Es recibir de cada uno lo que nos quiere dar. Es agradecer lo que recibimos de los demás aunque no sea So que nosotros esperábamos.
Amar es dar, pero también es recibir. Hay quien se preocupa mucho de dar sin darse cuenta de que es más placentero dar que recibir. Que hasta que no aprenda a recibir no aprenderá, como dice el refrán, de la misa la mitad.
Es verdad que no hay mayor amor que dar la vida, pero tampoco hay mayor amor que recibir la vida de los demás.
¿O acaso fue mayor el amor del Hijo al entregar su vida que el del Padre al recibirla?

Domingo de la 2ª semana: EL CIELO EXISTE

«Yo creo que contemplaré la bondad del Señor en la tierra de los vivientes. Espera en el Señor y sé fuerte. Ten valor y espera en el Señor». (Salmo 26,13-14)

Ya hemos entrado de lleno en la Cuaresma. La liturgia nos va llevando hacia nuevas exigencias, nos anima a realizar el ayuno que ama el Señor, a amar de un modo nuevo, a recogernos en oración en la intimidad de nuestro aposento, junto a Dios. Nos enseña a suplicar al Señor para que nos libere de nuestras angustias. La Palabra de Dios nos va llevando, poco a poco, a entender qué significa volver nuestro corazón al Señor. Qué significa hacer nuevas todas las cosas.
Y en este segundo domingo las lecturas de la misa nos llegan como un soplo de aire fresco que aviva en nosotros la esperanza del Cielo.
Hay un Cielo. Hay una vida eterna al lado de Dios. Hay una felicidad que va a durar para siempre. Esto de aquí es transitorio. Esto termina. Esto no dura. A esto no hay que apegarse tanto.
Va a haber un final, y va a volver Jesús, para hacer nuevas todas las cosas.
«Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron y el mar ya no existe más» (Ap 21,1).
El primer cielo y la primera tierra van a desaparecer. Nuestras preocupaciones, angustias, problemas y dolores. Nuestros amores, sueños, afectos y ambiciones nobles. Lo bueno y lo malo de esta vida va a terminar. No nos vamos a llevar nada. Lo malo desaparecerá para siempre y lo bueno resucitará con nosotros para ser nuevo y perfecto.
El mar desaparecerá, ese mar donde Jonás se hundió, donde las algas le aprisionaban la garganta, ese mar donde se ahogaba y del que le costaba tanto salir sin la ayuda de Dios. Pues ese mar, desaparecerá.
Y con él desaparecerán ¡as tentaciones, las enfermedades, las ansiedades, las pasiones, los deseos insatisfechos: El mismo Dios estará con nosotros. «Él secará todas sus lágrimas y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó» (Ap 21,3-4).
El Apocalipsis es un canto de esperanza. Existe el Cielo. Existe un principio, que es esta vida, y un fin, que es la vida eterna. Existe un principio, que es Jesucristo, y un fin, que es el mismo Jesucristo.
Es una verdad de fe. El Cielo existe, «Escribe que estas palabras son verdaderas y dignas de crédito. Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin» (Ap 21,5-6).
«Sus puertas no se cerrarán durante el día y no existirá la noche en ella» (Ap 21,25). Ya no habrá oscuridad, ni tormentos, ni dudas, ni inquietudes. «La Gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero» (Ap 21,23). Se terminarán las angustias y viviremos en la luz de Dios.
Esta vida puede llegar a ser dura, difícil, sacrificada. Podemos pasar por momentos de oscuridad, de fuertes tentaciones o de verdadero dolor. Pero esta vida pasa. Es corta. Una mala noche en una mala posada, decía Santa Teresa. Vale la pena tener los ojos fijos en la eternidad. Buscar los bienes duraderos. Vivir en la esperanza de la salvación.
Vale la pena la lucha. Vale la pena vivir en gracia de Dios, hasta el último día. Vale la pena la perseverancia. No es suficiente con luchar un tiempo. No nos podemos cansar, tenemos que llegar al final, a la omega. No basta el alfa. No bastan los comienzos. Tenemos que ser constantes. No se trata de cosechar, guardar en un granero y echarse a dormir. Si aflojamos en la lucha, si nos echamos a dormir, en un momento podemos perder todos los frutos cosechados con el esfuerzo de muchos años:
«Ay, ay, la gran ciudad. Estaba vestida de lino fino, de púrpura y de escarlata, resplandeciente de oro, de piedras preciosas y de perlas, ¡y en una hora fue arrasada tanta belleza!» (Ap 18,16-17).
Vale la pena ser perseverantes, porque el Cielo existe. Y es para nosotros. Es la tierra que Dios promete darnos en herencia. Es nuestra esperanza y el sentido de nuestra vida.

Lunes de la 2ª semana: …Y EL INFIERNO TAMBIÉN

«Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados. No condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados». (Lc 6,36-37)
¡El Cielo existe! Esa es nuestra esperanza. Porque Dios es bueno, y es eterna su misericordia.
Y el infierno también existe. Y esa es otra verdad de fe.
El infierno existe.»Los cobardes, los incrédulos, los depravados, los asesinos, los lujuriosos, los hechiceros, los idólatras, y todos los falsos tendrán su herencia en el estanque de azufre ardiente, que es la segunda muerte» (Ap 21,8).
Ese es el infierno, el estanque de azufre ardiente, la segunda muerte. Y también es para siempre, también es eterno.
No hay placer en esta vida que valga la pena si nos aparta de Dios y nos lleva al infierno, si nos lleva a la muerte del alma. Porque cualquier placer de aquí es pasajero, es transitorio, y la consecuencia es para siempre.
El infierno existe, pero… ¿quiénes serán condenados?
No está en nosotros el juzgar. No está en nosotros el enviar a nadie al infierno, no está en nuestras manos condenar. Sólo Dios puede juzgar.
Porque no tenemos derecho a andar hurgando en la vida de los demás, cuyo interior, por mucho que lo intentemos, nunca vamos a conocer. Sin embargo, sí tenemos el deber de entrar en nuestro aposento y mirarnos a nosotros mismos. Nos podemos llevar muchas sorpresas. Quizás descubramos una viga metida en nuestro ojo que no veíamos por estar pendiente de ver pajas en los ojos de los demás.
Qué fácil es descubrir a esos cobardes, incrédulos, depravados, asesinos, lujuriosos, hechiceros, idólatras de los que habla el Apocalipsis, y mandarlos al infierno sin pensarlo dos veces. Qué fácil nos resulta condenarlos.
Sin embargo hay otro grupo de personas que pasan desapercibidas y que también van a acabar en el estanque de azufre ardiente: «todos los falsos».
«… y todos los falsos tendrán su herencia en el estanque de azufre ardiente, que es la segunda muerte» (Ap 21,8).
¡Todos los falsos!
Ahí es donde nos tenemos que cuidar nosotros. Quizás nunca seamos cobardes, incrédulos, depravados, asesinos, lujuriosos, hechiceros, ni idólatras. Dios no lo quiera, porque para nosotros sería facilísimo.
Pero… ¿nunca somos falsos? Hagamos examen de conciencia, que es Cuaresma. Falso es aquel que dice una cosa y hace otra. Falso es el que aparenta bondad pero tiene el corazón sucio. Falso es el que dice «Señor, Señor» pero no hace lo que el Señor le dice. Falso es el incoherente. Falsa es la higuera que en vez de higos da espinos. Falsa es la zarza que engaña a los demás porque da uvas. Falso es el que construye una casa sin cimientos. Falso es el que vive de las apariencias. Falso es el que disfruta cuando es saludado en las plazas y se sienta en los primeros bancos de la sinagoga. Falso es el escriba que pasó por delante de! hombre herido en el camino y no lo atendió. Falso fue Judas. Falsos fueron Anás y Caifás. Falsos somos nosotros cuando no nos decidimos a sacar la viga de nuestro ojo y condenamos la paja ajena. Falsos eran los fariseos, aparentes cumplidores de la ley. Falso era aquel que rezaba y decía «te doy gracias, Señor, por no ser como ese pecador».
¿Y nosotros? …
Pues de nosotros, que Dios se apiade.
Y mientras, apiadémonos nosotros de los demás. Al menos, no juzguemos. No hablemos. No condenemos. No mandemos a nadie al infierno. Porque nos vamos a llevar grandes sorpresas cuando veamos a las prostitutas y a los publicanos desfilando por delante de nosotros hacia el Reino de los Cielos.

Martes de la 2- semana: Y HABLANDO DE FALSOS…

«Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo. Todo lo hacen para que los vean, agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos, les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar maestro. En cambio vosotros no os hagáis llamar maestro, porque no tenéis más que un Maestro. … Que el más grande entre ustedes se haga servidor de los otros, porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado». (Mt 23,4-8.11-12)

Y hablando de falsos, aquí están los fariseos. Los hipócritas, los sepulcros blanqueados.
Ellos eran los «grandes», los conocedores de la ley, los estudiosos, los que marcaban el camino de los demás, los que hubieran tenido que dar ejemplo de vida. Los llamados a estar al servicio de sus hermanos. Sin embargo, tienen el corazón lleno de orgullo, demasiado orgullo como para hacerse servidores de los otros, y buscan su propia gloria.
Eso es hipocresía. Y Jesús no la soporta. Cuántas veces nos sorprende Jesús con una sonrisa cálida dirigida a un pecador, con una frase cariñosa dirigida a una adúltera:-¡no la molestéis!-, con una mirada de perdón dedicada a su amigo íntimo, que lo negó tres veces.
Porque todo eso lo soporta Jesús, y mucho más. Y lo soporta con paciencia y mansedumbre. Con cariño y comprensión. Soporta nuestras faltas de amor, soporta nuestras indiferencias, nuestras infidelidades, soporta nuestro empeño en clavarlo en la Cruz.
Lo que no soporta es la hipocresía y la falsedad. El deseo de brillar más que de alumbrar. El afán de fascinar con nuestro fuego en vez de hacer arder en los demás el amor de Cristo. La falsedad en el amor.
Jesús soporta que no lo amemos. Pero no soporta que lo amemos de palabra cuando nuestro corazón está lejos de Él. No soporta que lo «usemos».
A los fariseos les gustaba que los alabaran. Les encantaba asombrar con su sabiduría. Como a nosotros. A nosotros también nos encanta brillar, dejar huella». Usamos a Dios para nuestra propia gloría.
Y cuando no nos reconocen como maestros hay algo que se nos queda atragantado, como un dolor de estómago en el alma: ese dolor se llama soberbia
Nos olvidamos del amor. Nos parece que el servicio a los demás es una humillación, que nos convierte en menos de lo que somos, que nos quita categoría humana. Y es todo lo contrario. No hemos entendido nada. Y no hay nada que nos asemeje más a Jesús, que vivir al servicio de los demás.
Jesús pasó por la vida haciendo e! bien. Siendo Dios, vivió al servicio de los otros. «Como el Hijo del Hombre, que no vino para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud» (Mt 20,28).
Jesús vino a este mundo a servir. La Virgen se llama a sí misma «esclava del Señor». Los ángeles sirven a Dios y a nosotros, los hombres…
Con razón dice Jesús que «el más grande entre vosotros se haga servidor de los otros».
¡Hay que tener mucha grandeza para ponerse al servicio de los demás!

Miércoles de la 2ª semana: HIJOS DEL TRUENO

«Entonces la madre de los hijos de Zebedeo se acercó a Jesús, junto con sus hijos, y se postró ante El para pedirle algo. ¿Qué quieres? le preguntó Jesús. Ella le dijo: Manda que mis hijos se sienten en tu Reino uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. No sabéis lo que pedís, respondió Jesús. ¿Podéis beber del cáliz que yo beberé? Podemos, le respondieron. Está bien, les dijo Jesús, beberéis mi cáliz. En cuanto a sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mi concederlo sino que esos puestos son para quienes se los ha destinado mi Padre». (Mt 20,20-23)
¡Podemos! Qué respuesta rápida, ágil, casi imprudente, teniendo en cuenta que ellos no sabían exactamente a qué se refería Jesús con ese «beber su cáliz».
Los hijos del Zebedeo y de Salomé eran Santiago el Mayor y Juan, evangelista, naturales de Betsaida, a orillas del lago del Tiberíades. Los dos hermanos fueron llamados por Jesús «hijos del trueno», por su entusiasmo y fogosidad. Eran pescadores como su padre. Ellos dos, junto con Pedro, formaron el grupo íntimo de Jesús. Los tres presenciaron su Transfiguración y fueron testigos de su agonía en Getsemaní.
A Juan lo recordaremos siempre, reclinando la cabeza sobre el costado de Jesús en la última Cena. Él fue el único discípulo capaz de permanecer al pie de la Cruz, junto a María, y a él le fue encomendado el cuidado de la Virgen por el mismo Jesús.
También fue testigo, con Pedro, de la Resurrección de Jesús al encontrar el sepulcro vacío en la mañana del domingo de Pascua.
Posteriormente lo vemos» junto con Pedro, defendiendo el mensaje del Evangelio ante el Sanedrín y soportando sus increpaciones. A los dos hallamos juntos predicando y bautizando a las muchedumbres, después de Pentecostés.
Desde Pentecostés hasta iniciados los últimos treinta años del siglo apostólico, un silencio casi absoluto rodea a San Juan, por parte de la Tradición y por parte de la Escritura. Sabemos, sí, que predicó en Samaría, que asistió al Concilio de Jerusalén el año 50 y que vivió al lado de María.
También sabemos que fue desterrado a la Isla de Patmos donde tuvo las visiones que recogió en su Apocalipsis.
Murió centenario, y con una palabra en los labios: «Amaos los unos a los otros».
Sin duda, ambos, Santiago y Juan, fueron capaces de beber el cáliz de Jesús. Ese ¡podemos! no fue una respuesta improvisada ni irresponsable. Sí rápida. Sí ágil. Pero imprudente, no.
Posiblemente cuando Jesús le hizo esa pregunta Juan desconocía el alcance de beber el cáliz que su Maestro había de beber. Entendía, sí, el sentido: compartir su suerte. Y sin pensarlo dos veces, como buen «hijo del trueno», respondió que sí, que quería compartir en su vida la suerte de Jesús, fuera la que fuera. Era fogoso en sus reacciones, en sus respuestas, en sus impulsos… y en su amor, y en su entrega, y en su generosidad.
En algún momento de su vida esa fogosidad Dudo llevarle a tener alguna reacción fuerte o subida de tono con alguna persona. Pero también esa misma fogosidad le llevó a cometer la «imprudencia» de seguir a Jesús siendo aún un adolescente, y le llevó a ser el más valiente de todos a pesar de su corta edad. Y, sobre todo, le llevó a ser el discípulo amado de Jesús.
Sólo me puedo imaginar a Jesús llamando a Juan «hijo del trueno» con una sonrisa en los labios.

Jueves de la 2ª semana: SI YO FUERA RICO…

«Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico, y hasta los perros iban a lamer sus llagas. El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado”. (Lc 16,19-31)

Quién no se acuerda de aquella película fantástica, El violinista en el Tejado, en la que el actor cantaba esa canción que luego se hizo famosa: «si yo fuera rico…», y se iba imaginando lo que haría con su riqueza. Nada más lejos de compartirla con alguien, todo eran sueños de grandeza y lujo.
A todos nos pasa. Todos soñamos alguna vez en lo que haríamos si fuéramos ricos. En cómo gastar en nuestra fantasía ese premio de la lotería que soñamos ganar.
¡Pues lo hemos ganado! Y ahora somos millonarios, y por eso nos hemos puesto a pensar qué hacemos con tanta riqueza.
Dios ha pasado por nuestra vida y nos ha vestido de púrpura y lino finísimo, sus gracias. Ha preparado un banquete para nosotros, e incluso ha dispuesto que nos sobren de esos manjares hasta rebosar, hasta que caigan de la mesa al suelo. Hasta que caiga sobre nosotros la responsabilidad de compartirlos o desperdiciarlos.
Somos ricos. Estamos llenos de gracias, llenos de luces, plenos del Espíritu Santo. Como dice el salmo 23, nuestra copa rebosa.
Y esa riqueza nos hace felices. Nos hace la vida más llevadera, las cruces menos pesadas. Acariciamos «nuestra santidad» como a un perrito faldero. Tenemos puesta nuestra esperanza en una vida futura, eterna, donde vamos a seguir acariciando y disfrutando de estos bienes que Dios nos da.
…Y sin embargo…
«En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él» (Lc 16,23).
¡Oh, sorpresa!
…Y ahí es donde por primera vez vemos a Lázaro. Lázaro siempre estuvo a la puerta de nuestra casa, pero no lo veíamos. No lo veíamos ni a él ni a su necesidad. Lázaro comía de las sobras que caían de nuestra mesa. Estaba lleno de heridas, sobre todo su alma, herida de inquietudes, de dudas, de ignorancia, de pobreza, de miseria, de necesidad de un consejo. Herida de muerte, por no conocer a Dios. Herida de muerte, por falta de amor.
Y mientras, nuestra copa, rebosaba.
Nadie se ocupaba de Lázaro. Sólo los perros lamían sus llagas. Sólo otras personas, más pobres que él, más despreciables a nuestros ojos, se ocupaban de él, le querían, le ayudaban, le aconsejaban… pero no tenían nada para darle. Sólo otros, “peores» que él, se compadecían de Lázaro. Nosotros no lo veíamos, tan ocupados estábamos disfrutando de esos bienes que Dios nos había regalado, nuestras misas, nuestras reuniones, nuestros Rosarios, nuestras lecturas espirituales.
Y lo que rebosaba de esa copa se perdía. Pero Dios es justo:»Recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males. Ahora encuentra él aquí su consuelo, y tú, el tormento» (Lc 16,25).
El actor del Violinista en el Tejado soñaba con sus riquezas. Soñaba con pasear por en medio de la ciudad luciendo sus caras vestiduras. Soñaba con aparentar, con despertar envidias, con llamar la atención. Soñaba con ser respetado por tener tantos bienes.
A los fariseos les pasaba tres cuartos de lo mismo. Les gustaba sentarse en las primeras filas de las Sinagoga y provocar admiración.
A nosotros también nos da cierto status, o clase, o estilo, ser cristiano en algunos ambientes. Entonces ahí nos ponemos las vestiduras de púrpura y lino que Dios nos prestó, como si fueran nuestras. Y las lucimos, y nos dejamos admirar. En cambio, en los ambientes donde conviene pasar desapercibidos, en los ambientes donde nos van a despreciar por andar vestidos de oro y púrpura, nos disfrazamos de Lázaro.
Usamos esas vestiduras para aparentar, para pasear por en medio de la plaza, para que nos miren. Y no entendemos que esas vestiduras las llevamos nosotros, que somos pecadores, gracias a que a Jesús, que es inocente, lo despojaron de las suyas para clavarlo en la Cruz.
Eso significa ser rico. Y ser rico es una cosa muy seria.

Viernes de la 2ª semana: VIVIR EL PRESENTE PARA VIVIR LA ETERNIDAD

«Por eso os digo que el reino de Dios os será quitado para ser entregado a un pueblo que producirá sus frutos. Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír estas parábolas, comprendieron que se refería a ellos. Entonces buscaron el modo de detenerlo, pero temían a la multitud que le consideraba un profeta». (Mt 21,43-46)

Y por eso nos será quitado el Reino de los Cielos. Porque no hemos producido el fruto que Dios esperaba de nosotros. Porque el Reino de los Cielos es eso, un grano de mostaza que crece hasta convertirse en árbol. O un poco de levadura que lleva hasta convertirse en pan. O un puñado de semilla que se siembra y se convierte en espigas.
Pero… ¿dónde están el pan, y la espiga y el árbol en el que nos teníamos que convertir nosotros?
«…comprendieron que se refería a ellos». Y nosotros también lo comprendemos. Nosotros también nos vemos reflejados. Porque Dios nos ha dado mucho y es posible que no estemos dando el fruto que tendríamos que dar.
Porque «no sois vosotros los que me elegisteis a Mí sino yo el que os elegí a vosotros, y os destiné para que vayáis y deis fruto, y ese fruto sea duradero» (Jn 15,16).
No es buen momento para las excusas. A Jesús no le convencen nada. Una vez se encontró con una higuera cuando iba de camino. Y cuando quiso comer de ella se encontró que no tenía higos. Entonces la maldijo. Y los apóstoles se sorprendieron mucho. Pero, pensaban entre sí, ¿cómo va a dar higos si no es tiempo de higos? Esa si era una excusa razonable para no dar higos. Sin embargo Jesús esperaba higos. Aunque no fuera el tiempo tenía que haberlos dado, porque la higuera tendrá sus tiempos, pero Dios, que es el dueño de la higuera, tiene los suyos.
Y el tiempo de Dios es el presente. Para Dios no hay pasado ni futuro ni tiempo de higos. No hay ya da suficiente, ni hay ya daré fruto después. El momento es ahora. Ahora, es tiempo de higos.
No sirve creer que no es el momento oportuno, que ya hice bastante, que ahora tengo demasiadas ocupaciones, que sería mejor comprometerme cuando los hijos crezcan, que ahora son muchas las dificultades y el trabajo. Eso no sirve. Los tiempos de Dios son los tiempos presentes.
Y las personas destinadas a dar fruto somos nosotros. Aquellos que hemos sido elegidos por Dios, sin mérito alguno por nuestra parte, para ser depositarios del tesoro de su Palabra. Como los fariseos. Pero ellos eran como la higuera, y estaban más pendientes de sus tiempos que de los tiempos de Dios. Estaban más apegados a su criterio que al criterio de Dios. Estaban más afectados a sus viejas costumbres que a ese hacer nuevas todas las cosas que vino a traer Jesús a este mundo.
La Virgen sí dio su fruto. En el momento en el que Dios Padre se lo pidió. Dios Hijo es el fruto de la Virgen. «Bendito el fruto de tu vientre, Jesús» rezamos todos los días. Ella fue fecundada por Dios Espíritu Santo y dio a luz a Jesús. Nosotros también somos fecundados por el Espíritu Santo, que siembra en nosotros sus dones, sus gracias, sus virtudes, sus luces, para que demos fruto. Para que nazca en nosotros Jesús. Él es el fruto que tenemos que dar: Jesús en nuestra vida, Jesús en nuestro corazón, Jesús en nuestras acciones, Jesús en nuestras conversaciones, Jesús reflejado en nuestro rostro. Él es el hombre nuevo, nosotros, el viejo.
«Los sumos sacerdotes y los fariseos, al oír estas parábolas, comprendieron que se refería a ellos. Entonces buscaron el modo de detenerlo».
Nosotros no podemos reaccionar de la misma manera. Nosotros también captamos cuando la palabra de Dios se refiere a nosotros, y, a veces, nos avergonzamos, porque estamos en falta. Pero no queremos detener a Jesús. Queremos que nos siga hablando al corazón, que nos siga guiando, que nos siga enviando al Espíritu Santo para que nos fecunde.
Queremos aprender a vivir el presente.
Porque es el único modo de aprender a vivir después la eternidad.

Sábado de la 2ª semana: POR QUÉ NO NOS CONFESAMOS DIRECTAMENTE CON DIOS

«Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades, Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura». (Salmo 102,3-4)
«Su hijo le dijo: padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus servidores: sacad en seguida el mejor traje y vestidlo, ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies, traed el ternero cebado y matadlo. Celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado». Y comenzó la fiesta». (Lc 15,21-24)

Ya sabemos que Dios es padre y perdona todo. Y que este tiempo de Cuaresma es momento propicio para hacer una buena confesión.
Estamos de acuerdo. Somos pecadores y buscamos e! perdón de Dios.
Pero… ¿por qué con un sacerdote? ¿por qué el confesionario? ¿por qué no me confieso directamente con Dios?
Es que la confesión de nuestros pecados no es algo que queda entre Dios y yo. No se trata sólo de reconocer nuestras faltas y pedir perdón. El hijo pródigo lo intuye, y le dice a su padre, he pecado contra el cielo y contra ti. No sólo contra ti, principalmente contra ti, sí, pero también contra el cielo, también he ofendido «al cielo», también, en cierto modo, algo se ha deteriorado en esa corriente de gracia que fluye entre las personas que formamos la comunión de los santos. Cuando algún miembro del cuerpo Místico de Cristo sufre, todo el resto del cuerpo siente el dolor.
El pecado no sólo es algo entre Dios y yo. Por eso Dios tampoco perdona «solo». Dios involucra a su Iglesia en el perdón, ya que su Iglesia quedó dolorida con nuestro pecado. Dios es el que se conmueve por nuestro arrepentimiento, el que nos abraza y nos besa, el que nos ve venir de lejos y se emociona, el que siente misericordia de nosotros. Pero no es Él el que nos «viste» con ropa nueva.
Para eso llama a sus sirvientes. Las alhajas son suyas: la ropa, el anillo, las sandalias… Él es el dueño, sí, pero los que nos visten son los servidores: «sacad en seguida el mejor traje y vestidlo, ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies».
Dios nos perdona, pero ese perdón lo recibimos a través de la Iglesia, esa vestidura nueva de la gracia la recibimos a través de! sacramento de la confesión, y de las manos del sacerdote, servidor de ese padre misericordioso que es Dios. Dios mismo lo dispuso así.
Y después, una vez vestidos, y enjoyados, y perfumados, vamos al banquete. También el padre delega aquí en sus servidores. A ellos les pide que ofrezcan en sacrificio un ternero, el mejor, y que le den de comer a su hijo. Pero no a él solo. Quiere que su hijo coma en medio de un banquete donde todos los de la casa están invitados.
Porque si toda la Iglesia sufrió el dolor de nuestros pecados toda la Iglesia ahora se alegra con nosotros y nos acoge. Y nos acompaña, y come con nosotros el Pan de la Vida.
La Iglesia es esa casa donde se celebra el banquete. Una casa abierta, alegre, acogedora, construida para servir a las almas. Los sacerdotes son los servidores del padre misericordioso, dueño de la casa. Cada uno de nosotros es ese hijo pródigo que vuelve y sabe que no sólo pecó contra Dios sino también contra el cielo, y contra su casa. Las vestiduras nuevas son las gracias del sacramento de la confesión, y, el banquete, la Santa Misa.
Por eso nosotros no nos confesamos directamente con Dios.

Domingo de la 3ª semana: GOLPECITOS EN LA PEÉA

En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés: ¿Nos has hecho salir de Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos, y a nuestros ganados? Clamó Moisés al Señor y dijo: ¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen. Respondió el Señor a Moisés: Preséntate al Pueblo llevando contigo alguno de los ancianos de Israel, lleva también en tu mano el cayado con que golpeaste el río y vete, que allí estaré yo ante ti, sobre la peña, en Horeb. Golpearás la peña y saldrá de ella agua para que beba el pueblo. Moisés lo hizo así ante la vista de los ancianos de Israel, y puso por nombre a aquel lugar Masa y Meribá, por la reyerta de los hijos de Israel y porque habían tentado al Señor diciendo: ¿Está o no está el Señor en medio de nosotros?». (Ex 17,3-7)
Dios puede perdonar por sí mismo, pero echa mano de sus servidores, los sacerdotes. Dios puede vestirnos y enjoyarnos, pero encarga esta tarea a los hombres que tiene a su servicio. Dios podría haber hecho llover sobre los israelitas, pero quiere que sea Moisés el que vaya a hacer el milagro. Jesús podría haber dado de comer a la multitud, pero usó los panes y los peces que puso un hombre. Dios podría haber enviado ángeles para dirigir su Iglesia, pero la puso en manos de los hombres.
Todavía más: Dios podría habernos salvado con una sola mirada suya desde el cielo, pero quiso salvarnos a través de un Hombre.
Dios pone al hombre en manos del hombre. Es el único modo de que aprendamos a cuidarnos y a amarnos los unos a los otros.
Hay personas que, por un carisma especial, han dirigido momentos trascendentales en la historia del hombre: Moisés, Abraham, Pedro, los primeros cristianos, algunos santos y fundadores, el Papa Juan Pablo II…Y muchos más.
Son esos buenos pastores de los que habla el evangelio, que no huyen cuando viene el lobo, sino que lo enfrentan y salvan al rebaño.
Son personas que, como Moisés, apoyados en Dios y en su cayado, en un momento de necesidad y de sed, han decidido golpear la peña, y dar de beber a su pueblo.
Son personas que nos dan un testimonio vivo de que el Señor está en medio de nosotros.
Pero cada uno de nosotros también está llamado a dar de beber al sediento. En donde Dios nos haya puesto, en nuestro trabajo, en nuestra familia, entre nuestros amigos… Tenemos que aprender a ser un poco Moisés, y escuchar los lamentos de las personas que nos rodean, y clamar a Dios por ellas.
Todos podemos sacar agua de la peña. Como Moisés. La peña es nuestro corazón. Está duro, sí, pero si nos decidimos a golpearlo un poquito, lo podemos ablandar, hasta convertirlo en fuente de agua para que los demás beban.
De nuestro corazón tiene que salir «mucha agua»: ese consejo, ese favor, ese servicio, ese detalle, esa explicación, ese gesto de cariño, esa sonrisa, esa visita, esa llamada, esa atención, ese amor, ese afecto… Esa es el agua que muchos esperan ver salir de la peña para creer que Dios está en medio de nosotros.
Es un compromiso de amor. Es difícil, sí, pero es posible. Bastan unos golpecitos en la peña.

Lunes de la 3ª semana: … Y SE BAÉÉ SIETE VECES

«Vino Naamán, con sus caballos y su carroza, y se detuvo a la puerta de la casa de Eliseo. Eliseo le mandó un mensajero a decirle: Ve, báñate siete veces en el Jordán y tu carne quedará limpia. … Entonces Naamán bajó y se bañó siete veces en el Jordán, según la palabra del hombre de Dios, y su carne quedó limpia como la de un niño. Volvió con su comitiva al hombre de Dios y se le presentó diciendo: Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel». (2 Reyes 5,9-10. 14-15)

“Ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra más que el de Israel». Así reconoce Naamán al verdadero Dios, por cómo quedó curado de la lepra después de esos siete baños que se dio en el Jordán.
Y por eso reconocemos nosotros también al Dios verdadero, por la eficacia de los siete sacramentos de la Iglesia.
Dios está en todas partes, Dios puede actuar en los corazones de todos los hombres, Dios puede salvar a creyentes y paganos, Dios tiene caminos extraordinarios de salvación que no podemos ni siquiera sospechar.
Sin embargo, el camino ordinario de salvación, es la Iglesia. Lo nuestro, es la Iglesia. Donde nosotros, los cristianos, vamos a encontrar y a reconocer a Dios, es en los siete sacramentos de la Iglesia, instituidos por el mismo Jesús.
Los sacramentos son el tesoro de la Iglesia. La Iglesia está para los sacramentos, en especial para la Eucaristía, que es el centro de toda la vida de la Iglesia. No nos empeñemos en curar nuestras lepras -¡qué las tenemos, como Naamán, o aún peores!- en otro lugar, porque no nos vamos a curar nunca.
Los sacramentos son los siete baños milagrosos en el Jordán. Nos vivifican. A través de ellos recibimos las gracias necesarias para salvarnos. Nos limpian del pecado original, nos perdonan los pecados mortales, nos dan la fortaleza para no volver a caer, nos alimentan el alma, nos alegran el corazón, nos confirman en nuestra fe y nos inundan con la gracia y los dones del Espíritu Santo.
Y todo esto de un modo sensible y eficaz. Los podemos ver. Los podemos tocar. Por medio de ellos podemos tocar a Dios con nuestras propias manos, a través de ellos Dios se pone a nuestro alcance.
Pero… ¡cuántas veces los despreciamos! No con un desprecio expreso, pero sí con nuestras actitudes, con nuestra indiferencia hacia ellos, con nuestro desinterés.
Todavía no estamos convencidos de que no es lo mismo recibirlos que no recibirlos.
No es lo mismo estar casados y recibir el sacramento del matrimonio que vivir juntos. Porque no es lo mismo afrontar sólo con nuestras fuerzas humanas los problemas de la vida familiar que contar con una ayuda especial de Dios para superar las dificultades propias del matrimonio.
No es lo mismo comulgar que no comulgar, porque no es lo mismo vivir alimentados que vivir desnutridos.
No es lo mismo confesar que no confesar, porque no es lo mismo vivir cargados de aflicciones que aliviar nuestras cargas en el Señor.
No es lo mismo recibir la confirmación que no recibirla, porque no es lo mismo recibir las luces del Espíritu Santo que andar por la vida ciegos y chocándonos unos con otros, sin entender nada.
No se puede ser miembro de la Iglesia sin participar de la vida de la Iglesia. No se puede ser católico, -ni bueno ni malo-, sin recibir los sacramentos.
Naamán, al principio, también dudaba. Y protestaba. ¿Para qué tengo que bañarme en el Jordán? ¿Es que no sirven los ríos de mi país? ¿Es que no hay ríos en Damasco? ¿Qué diferencia hay entre bañarse en Siria o bañarse en Israel?
Sin embargo se bañó en Israel, y entendió la diferencia: que el agua del Jordán lo curó de su lepra, y los ríos de su tierra, no.
Y ahí se llenó de admiración y creyó en el Dios de Israel. Más que muchos israelitas.
Porque, como dijo Jesús, «nadie es profeta en su tierra», y muchas veces despreciamos lo que tenemos cerca, porque nos acostumbramos, porque de tan cerca que lo tenemos, no lo valoramos.
…Y tienen que venir de «Damasco» a recordarnos que no hay dios en toda la tierra más que el dios de Israel.

Martes de la 3ª semana: UN CORAZÉN NUEVO

«Pero ahora, Señor, somos los más pequeños de todos los pueblos, hoy estamos humillados por toda la tierra, a causa de nuestros pecados. En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes, ni holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso, ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia. Por eso acepta nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde, como un holocausto de carneros y toros, o una multitud de corderos cebados, que este sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia: porque los que en ti confían no quedan defraudados. Ahora te seguimos de todo corazón, te respetamos y buscamos tu rostro». (Dan 3,25.34-43)

“Pero ahora, Señor, somos los más pequeños de todos los pueblos, hoy estamos humillados por toda la tierra, a causa de nuestros pecados».
¿No es esa la sensación que nos queda después de pecar? El gusto amargo de sentirnos pequeños y humillados. Y no se trata tanto de lo bajo que hayamos caído como de la altura desde la que caemos.
Nos puede pasar que, a fuerza de lucha, hayamos conseguido vencer alguna mala tendencia, o hayamos enfrentado con éxito a la tentación, o hayamos salido de alguna situación de pecado difícil.
Nos puede incluso pasar que estemos ya transitando el camino de la virtud.
O puede ser también que nuestra vida de piedad sea intensa, que recibamos los sacramentos con frecuencia, y que tengamos una relación íntima y constante con Dios.
También es posible que, después de años de perseverancia, hayamos logrado ser almas de oración, apostólicas, sacrificadas, entregadas.
O sea, puede que estemos altos como una torre.
Eso y más nos puede pasar. Para Dios todo es posible. Es como que vamos consiguiendo metas, agrandándonos, adquiriendo altura… y de pronto pecamos… ¡y caemos de esa torre!
De esa torre alta en la que nos sentíamos tan seguros. Y es como caer al fondo del mar con una bolsa llena de alhajas. En un minuto la bolsa se rompe, las alhajas se desparraman y… ¿cómo las juntamos ahora?
Cuanto más alto estamos, más dura será la caída. Cuantas más alhajas llevemos en la bolsa más trabajo costará juntarlas de nuevo.
Cuando durante años siempre hemos tenido algo para ofrecer a Dios, -el trabajo bien hecho, la lucha en la virtud, la constancia en los propósitos, las mortificaciones habituales-, es duro quedarse sin nada para ofrecer ahora.
«En este momento no tenemos príncipes, ni profetas, ni jefes, ni holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso, ni un sitio donde ofrecerte primicias, para alcanzar misericordia».
… Para alcanzar misericordia… Nos creemos que la misericordia de Dios la vamos a alcanzar demostrándole a Dios que somos perfectos. La misericordia es otra cosa. La misericordia es la compasión por las miserias ajenas. Y, en este momento, lo que nosotros necesitamos ofrecer a Dios son nuestras miserias, para que se compadezca de nosotros, que no tenemos otra cosa para darle.
Las caídas duelen. Perder las gracias de Dios también. Pero… ¡quedarnos sin nada para ofrecer a Dios! Eso sí que es doloroso, y humillante. Ese descubrir que nos hemos quedado sin «holocausto, ni sacrificios, ni ofrendas, ni incienso», que hemos perdido la «buena imagen», que nos hemos quedado desnudos, como quedaron Adán y Eva después de su caída. ¡Y ellos sí que cayeron desde una gran altura! ¡Y ellos sí que estaban enjoyados! ¡Y ellos sí que se escondieron de Dios de la vergüenza, y se sintieron pequeños, y humillados!
Podemos caer, y podemos caer desde muy alto, y podemos caer hasta lo más bajo.
Y vamos a querer desaparecer, y que nos trague la tierra.
Vamos a caer del pedestal en el que nos habíamos ido subiendo y vamos a sentir que disminuimos vertiginosamente.
Pues… ¡mejor!, así Él crece.
Y nosotros descubrimos que hay algo valiosísimo en nosotros que podemos ofrecer al Señor: el don más valioso de nosotros mismos: nuestro corazón, nuestro corazón contrito y humillado. Nuestro corazón disminuido, estrujado, caído, dolorido, indigente, hecho trizas.
Y el Señor no lo va a despreciar. Porque Él nunca desprecia un corazón contrito y humillado.

Miércoles de la 3ª semana: COMENZAR ES DE MUCHOS, PERSEVERAR DE SANTOS

«Porque ¿cuál de las naciones grandes tiene unos dioses tan cercanos como el Señor, nuestro Dios, que está cerca de nosotros siempre que lo invocamos?». (Deut 4,7)

Él está cerca de nosotros siempre, lo invoquemos o no. Y si a veces está lejos no se alejó Él, nos alejamos nosotros. Él, nunca se mueve, no se va, no se cansa. Él no se mueve de su lugar. Él siempre está.
Nosotros somos los que nos cansamos, los que nos vamos, los que nos movemos. Porque no hay virtud más difícil que la perseverancia. Ni más necesaria para la salvación y la felicidad terrena.
Comenzar es fácil. A veces incluso fascinante. Es fascinante descubrir la vocación y comenzar a caminar por la vida entusiasmado, con ese amor a Dios más que nuevo, recién estrenado.
Lo que cuestan son los reestrenos. Cuesta la constancia. Cuesta llegar hasta el final, sobre todo cuando se trata no sólo de andar caminos sino de subir montañas.
Cuesta, cuando caemos, levantarnos y, así como estamos, doloridos, comenzar de nuevo.
Cuesta seguir, no mirar hacia atrás, corregir el camino equivocado, volver al redil, reconocer que somos nosotros, y no Dios, quien se alejó.
La perseverancia es fundamental. ¿De qué nos sirve caminar toda la vida si cuando faltan unos metros nos hundimos? ¡De nada! Entre llegar hasta el final o quedarnos unos metros antes hay una gran diferencia. La misma diferencia que hay entre llegar y no llegar, entre salvarse y no salvarse, entre ir al Cielo o no ir.
Aquí no hay medalla de oro o medalla de plata. Aquí hay medalla de oro o no hay medalla.
Eso les pasó a las vírgenes necias del evangelio. Se quedaron dormidas esperando al esposo, y, como les faltaba aceite, y no se dieron cuenta, porque estaban dormidas, no pudieron encender las lámparas para entrar en el banquete. Las vírgenes necias se condenaron por necias. No eran pecadoras, al contrario, amaban al esposo y lo buscaban, toda la vida estuvieron junto a Él. Pero a última hora dejaron que se les vaciaran las botellas de aceite y se quedaron dormidas. No importa el motivo. Sin aceite no hay luz y sin luz no hay banquete. Fue justo al final, en los últimos momentos. Se dejaron llevar por el cansancio, por el sueño. Les faltó poner la última piedra. Les faltó mantenerse en vela hasta el final. Les faltó la última gota de aceite.
La perseverancia es fundamental. Y no se trata sólo de poner la última piedra. Para poner la última piedra necesitamos haber puesto antes la penúltima, y la antepenúltima, y la anterior…, y no dejar de poner cada día la piedra correspondiente.
Y si no, el día menos pensado, se nos viene la casa abajo.

Jueves de la 3ª semana: ECHAR AL INTRUSO

«Un reino donde hay luchas internas no puede subsistir. Y una familia dividida tampoco puede subsistir». (Lc 11,14-23)
Y nosotros, divididos en dos, tampoco subsistimos. Y esa es una tentación muy sutil. Vivir entre dos aguas, no terminarnos de decidir a cambiar, vivir de una manera y pensar de otra, ser dos personas en una sola.
Sólo Dios puede ser tres personas en un solo Dios. Nosotros tenemos que ser uno. Y si hay dos personas en nosotros la convivencia entre ellas es imposible, es una contra otra, es antinatural, es dificilísima de sostener. Sobra una. Hay un intruso. Y una lucha interna entre nuestro yo y nuestro intruso por ganar posiciones.
Tenemos que ser uno. Jesús reza al Padre en la última Cena y le pide eso para nosotros.»Para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que Tú me has enviado» (Jn 17-23).
¡Perfectamente uno! Jesús quiere que cada uno de nosotros sea uno en sí mismo. Uno, sin divisiones, sin esquizofrenias morales. Uno, con un sólo corazón, un sólo amor, un sólo camino, un sólo ideal. Uno, con una sola voluntad: que el mundo conozca que Él nos envía.
Es imposible caminar dos caminos a la vez. Es imposible amar a Dios y no amarlo al mismo tiempo. Es imposible vivir el evangelio y no vivirlo. Es enfermizo. Es desgastante. Es espantoso.
Y sin embargo, es facilísimo. Es facilísimo ser dos personas a la vez. Es facilísimo ser infiel a Dios a la vez que rezamos. Es facilísimo prender una vela a Dios y otra al diablo. Es facilísimo honrar a Dios con nuestras palabras y mantener nuestro corazón lejos de Él.
Es tan fácil que a veces nos pasa. Y es una situación que nos enceguece, que nos confunde, que nos hace sufrir mucho. Es como una herida abierta que no se termina de curar. Y, sin embargo, no reconocemos lo que nos pasa. No queremos ver que un intruso entró en nuestra casa sin permiso, y que nosotros nos estamos acostumbrando a su presencia molesta. Y… ¡cómo cuesta echarlo de casa! Es más… ¡a veces hasta nos encanta tenerlo de visita, aunque suframos!
Hay una lucha en nuestro interior. Y esa lucha no la vamos a ganar hasta que no decidamos echar de nuestra vida al «otro».
Tenemos que luchar. Tenemos que pedir a Dios que nos haga ver. Sin desalientos. No importa que el intruso haya destruido nuestra casa. No importa que todo se haya venido abajo.
Lo importante es recuperar cuanto antes nuestra unidad y seguir adelante.
Con la seguridad de que Jesús hace nuevas todas las cosas.
Incluso cuando un terremoto hizo estragos en nuestra vida.

Viernes de la 3ª semana: NO OLVIDEMOS EL AMOR

«Amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». (Mc 12,28…)
No nos olvidemos del amor. Porque a veces nos olvidamos. Y más en Cuaresma, que nos puede pasar que estemos más pendientes del ayuno de los viernes y de las mortificaciones y sacrificios habituales que de amar a los demás, y hacerlos felices, que es lo único importante.
Jesús nos da ejemplo. Él vive normalmente. No hace cosas raras. Trabaja, come, va a fiestas, tiene amigos, aconseja, reza, acompaña, cuida a su madre, ríe y llora. El evangelio no contiene ningún capítulo que nos hable en particular de las mortificaciones de Jesús. Sabemos que hizo cuarenta días de ayuno. Con naturalidad. No se enteró todo el pueblo. Sabemos que no tenía donde reclinar la cabeza. Sin quejarse. Sabemos que no eligió el camino más fácil ni la puerta más ancha.
Sin embargo, su estilo de vida no era muy distinto al del resto de sus vecinos. Era una vida sobria, austera, pero sin exageraciones. Vivía una mortificación constante, como el latir del corazón, pero sin aspavientos. Sin rarezas.
Pero eso sí, a la hora de la verdad, entrega su vida. A la hora del amor se entrega del todo y lo sufre todo. A la hora de la salvación muere en la cruz.
El amor vale más que cualquier sacrificio, porque el amor es el mayor de los sacrificios. El amor hasta las últimas consecuencias es desgarrador. El amor hasta quedarse sin nada, hasta ser despojado de todo, es tremendo, escandaloso, difícil,-¡imposible!- de entender.
En la película de la Pasión de Mel Gibson hay una escena maravillosa. Jesús se cae, con el peso de la cruz. Y María corre hacia Él, y recuerda cuando, siendo niño, Él se cayó y ella corrió a levantarlo. Y ella lo ayuda a levantarse, como cuando era un niño. Y Él la mira a los ojos y le dice:»¿Ves? Yo hago nuevas todas las cosas». ¿Ves? Esa caída sólo fue una imagen, una preparación para esta, para esta caída hacia la Cruz, por amor a los hombres.
Él es el cordero de Dios, Él es la nueva víctima, el renueva los sacrificios de la Antigua Alianza. El hombre antiguo sacrifica cosas: un cordero, una tórtola, trigo o vino, un animal. El hombre nuevo se sacrifica a sí mismo.
Jesús se sacrificó a sí mismo. Por amor. Él no sacrificó cosas, El fue más allá.
Nosotros sacrificamos cosas: algún alimento que no comemos, alguna cosa de la que prescindimos, algún dolor que nos viene de arriba o que nosotros mismos buscamos, y eso está muy bien. Pero no hay que quedarse ahí. Esa es la Antigua Alianza. Y la Antigua Alianza es una imagen, una imagen del amor que viene después, en la Nueva Alianza.
Esos sacrificios, en los que nos centramos muchas veces, son muy buenos, pero son imágenes. Imágenes para que terminemos de entender que sin amor no valen.
Son imágenes del amor de verdad.
No nos olvidemos del amor. Que esos sacrificios que hacemos nos lleven a amar a nuestro prójimo hasta dar la vida. Que sean imagen de ese amor nuevo que Jesús nos enseña. Que sean recuerdo de que el amor no es otra cosa que el mayor sacrificio del mundo.
Que no nos acostumbremos a los sacrificios de siempre, que no los hagamos con rutina, que no sea cuestión de hábitos, que no seamos hombres viejos, que seamos capaces de hacer nuevas todas las cosas.
Que no nos olvidemos del amor, porque si nos olvidamos del amor, podríamos hasta morir en la cruz, pero no nos serviría de nada.

Sábado de la 3ª semana: ÉL NOS HIRIÉ, ÉL NOS VENDARÁ

«Él nos desgarró, Él nos curará, Él nos hirió, Él nos vendará. En dos días nos sanará, el tercero nos resucitará y viviremos delante de Él. Esforcémonos por conocer al Señor: su amanecer es como la aurora y su sentencia surge como la luz… porque quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos». (Os 6,1-3, 6)

Y continuamos reflexionando sobre el sacrificio que Dios quiere de nosotros. Porque la Cuaresma es tiempo de sacrificios, de mortificación. Pero hay que apuntar bien, para que sean eficaces. No hay nada peor que una cruz inútil o inventada.
Ya nos dijo el Señor cuál es el ayuno que Yo amo. Y ahora nos recuerda cuál es el sacrificio que Él quiere: el que nos lleva a la misericordia y al conocimiento de Dios.»… Porque quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos».
Las cruces inventadas no sirven para nada, y además, son pesadísimas, pues Dios no está dispuesto a ayudarnos a cargar cruces caprichosas. Por eso se nos lastiman los hombros, y esa herida no sana nunca, pues si Él no nos desgarró, El no nos curará. De esas cruces tenemos que huir como del mismo diablo.
Sin embargo, no huyamos de las cruces de verdad, las que vienen con la vida, porque para cargar con ellas tenemos a Dios de nuestro lado, porque si El nos hirió, El nos vendará.
A veces le duele al barro del que estamos hechos la mano firme del alfarero, pero si no… ¿cómo se formaría esa vasija que queremos ser? ¿o queremos seguir siendo esa masa informe de barro derretido?
El sacrificio moldea nuestro barro. Pero tiene que ir dirigido a eso: a moldearnos. Por eso el Señor nos pide que estemos atentos, que nuestras mortificaciones nos lleven a la misericordia y al conocimiento de Dios.
Ya hemos recordado el amor. Ya decidimos no olvidarnos de Él. Ahora hay que luchar por conocer a Dios.
Buscar el conocimiento de Dios supone un esfuerzo. Implica sacrificar un poco de nuestro tiempo para contemplar el rostro de Dios, para leer el evangelio, para meditar en la presencia de Dios, para tratar más de cerca a Jesús.
Significa no dejar de hacer la oración de cada día, meternos en el corazón de Jesús, familiarizarnos con Él, elegir su compañía cuando ese rato que queremos pasar junto a Él implica renunciar a otra cosa que también nos atrae.
Buscar el conocimiento de Dios exige un orden de vida, un orden de valores. Cuando queremos conocer a alguien con profundidad tenemos que poner en esa persona nuestro tiempo, nuestra cabeza, nuestro corazón. Tenemos que tratarla, hablar con ella, leer sus cartas, descubrir lo que hay entre líneas, escuchar lo que nos quiere decir. Priorizarla en nuestra vida, en nuestros planes. Y eso exige orden, pues sin orden no hay tiempo. Y exige sacrificio porque sin sacrificio no hay orden.
«Él nos desgarró, Él nos curará, Él nos hirió, Él nos vendará. En dos días nos sanará, el tercero nos resucitará y viviremos delante de Él».
Conocer a Dios exige un esfuerzo. Pero vale la pena. Las heridas provocadas por ese sacrificio son sanadas por Dios. Las sana en tres días, inmediatamente vamos a sentir los resultados. Actúa como un bálsamo.
Conocer a Dios exige un esfuerzo:»Esforcémonos por conocer al Señor». Pero ese esfuerzo compensa, porque «su amanecer es como la aurora».
Y, además, es lo único que llena nuestra vida.

Domingo de la 4ª semana: ESAS RIDÍCULAS HOJAS DE PARRA

«En aquellos días dijo el Señor a Samuel: llena tu cuerno de aceite y vete. Voy a enviarte a Jesé de Belén, porque he visto entre sus hijos a un rey para mí. Cuando se presento vio a Eliab y se dijo: sin duda está ante el Señor su ungido.
Pero el Señor dijo a Samuel: no mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo le he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias pero el Señor mira el corazón”. (1 Sam 16,1,6-7)

El Señor mira el corazón. Mira nuestro interior, nuestra intimidad, lo que somos de verdad. Esta idea podría llenarnos de temor, y hacernos avergonzar pensando en tantos desórdenes y malos afectos que guardamos en ese corazón que el Señor mira.
Podría llevarnos a escondernos del Señor, como hizo Adán, y tapar nuestra desnudez con unas ridículas hojas de parra.
Sin embargo la idea de que el Señor mire nuestro corazón es la idea más consoladora del mundo.
Nada nos puede dar más paz que pensar que el Señor mira nuestro corazón. Porque para Dios somos hijos, y de los más pequeños. Somos bebés. ¿Y qué bebé se avergüenza de su intimidad delante de su madre? ¿Qué bebé se tapa con pudor?
No pongamos hojas de parra en nuestro corazón. No nos avergoncemos. Tenemos un corazón humano, y ese es el corazón que el Señor mira. El mismo que Él creó, el mismo que él modeló con barro.
Él sabe de qué barro estamos hechos y así, tal como somos, nos mira y nos ama.
Podemos imaginar la mirada…
Esa mirada cariñosa, con la que miró a Pedro, cuando le negó, y provocó en él ese llanto de dolor.
Esa mirada amable, con la que miró a sus apóstoles, cuando les lavó los pies en la Éltima Cena.
Esa mirada alegre, que hizo arder el corazón de los discípulos de Emaús.
Esa mirada de amor, con la que miró al buen ladrón y le prometió el Paraíso.
Esa mirada de agradecimiento, con la que miró a la Verónica, cuando le enjugó el rostro con su pañuelo.
Esa mirada compasiva, con la que miraba, con cariño, a los niños, y a los enfermos, y a los ancianos, y a los leprosos, y a los desvalidos…
¡Esa mirada tierna, con la que miraba a su madre cada día!
La mirada de Jesús está llena de cariño y de amabilidad, de sencillez y de espontaneidad, es una mirada profunda, penetrante, dulce, transparente. Es una mirada que cura, que sana, que comprende, que ama.
Y esa mirada… ¡la pone Jesús en nuestro corazón!
Y no la pone para juzgarnos, ni para criticarnos, ni para hacernos reproches. La pone para movilizarnos, para hacer arder nuestro corazón en su amor, como ocurrió en Emaús.
A Él no le importan nuestras apariencias ni nuestra estatura. No le importa lo que piensen los demás de nosotros, ni cómo nos juzguen, ni cómo nos vean, ni cómo nos critiquen, ni cómo nos ala-Den. A Jesús ni siquiera le importa cómo nos vemos nosotros, ni cómo nos juzgamos, ni cómo nos miramos, ni lo que pensamos de nosotros mismos. ¡Ni siquiera le importan nuestras obras!
A Jesús lo único que le importa es nuestro corazón. Y por eso se para a mirarlo. Porque no es que Él nos ame a pesar de que somos humanos, es que Él nos ama precisamente porque somos humanos.
No pongamos hojas de parra en nuestro corazón.
No queramos tapar nuestra humanidad.
No disimulemos delante de Dios, no queramos aparentar, no queramos impresionar al Señor.
Seamos sencillos, seamos niños, dejemos que Dios nos cuide…
Seamos un poquito más espontáneos…
¡Se nos ve tan ridículos con esas absurdas hojas de parra!

Lunes de la 4ª semana: NUESTROS PROFETAS

«Jesús mismo había hecho esta afirmación: un profeta no es estimado en su propia patria». (Jn 4,43)

Jesús vivió alrededor de treinta años en Nazaret, con su familia. Luego, cuando comenzó su vida pública, iba de un lado para el otro predicando el evangelio, curando a los enfermos y haciendo el bien.
A veces, visitaba Nazaret. Y una de esas veces fue cuando entró a enseñar en la Sinagoga y dejó a todos asombrados de su sabiduría. Asombrados… y desconfiados: ¿de dónde sacará éste tantos conocimientos? ¿no es el hijo de José, el carpintero? ¿no ha vivido siempre entre nosotros?, se decían entre ellos.
Jesús no pudo hacer ningún milagro en Nazaret, pues sus vecinos no creían en Él. Desconfiaban. Y eso es lo que provocó en Jesús estas palabras que pasaron a la historia: Nadie es profeta en su tierra.
Y saliendo de Nazaret, siguió su camino.
Qué triste. Porque justamente las personas que tendrían que confiar más en Él fueron las que menos creyeron. Eso decepciona.
Cuántas veces nos pasa a nosotros lo mismo, cuántas veces nos gustaría compartir una inquietud o una alegría con nuestros familiares más cercanos y nos encontramos con la mayor incomprensión. Precisamente ellos no nos comprenden. A lo mejor nos quieren mucho, pero están a miles de kilómetros de distancia y no nos acompañan en nuestros proyectos como nosotros desearíamos.
¡Qué buen ayuno para ofrecer en esta cuaresma!… la incomprensión, la soledad…
Pero pongámonos ahora del otro lado. A veces somos nosotros los que no comprendemos, los que no acompañamos, los que desconfiamos… ¿Por qué será que a veces despreciamos lo que tenemos cerca?
A nosotros nos duelen las incomprensiones de los demás, pero… ¿y las nuestras?
¿Por qué será que apreciamos más lo de afuera que lo que tenemos en casa? ¿Por qué será que comparamos lo nuestro con lo de los demás y nos parece que salimos perdiendo?
Con las personas de fuera de casa nuestro trato es exquisito. En casa, aflojamos. Parece que les damos más importancia a las personas con las que menos obligados estamos a vivir la caridad. Las escuchamos más, las valoramos más.
¿Por qué no nos decidimos a valorar lo que tenemos? ¿Por qué nos cuesta tanto ver las cualidades de los que tenemos al lado? ¿Por qué sólo vemos sus defectos?
Marcos recoge esta frase de Jesús: «un profeta es despreciado solamente en su pueblo, en su familia y en su casa».
Y es cierto.
Sufrimos cuando los nuestros no nos acompañan en esas cosas de la vida que tanto valoramos nosotros.
Pero nosotros, además de quejarnos, que lo hacemos de maravilla… ¿sabemos escuchar, sabemos compartir, sabemos acompañar?
¡Entonces…!

Martes de la 4ª semana: AGUAS MILAGROSAS

«Todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente tendrán vida, y habrá peces en abundancia, al desembocar allí esta agua, quedaba saneado el mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente. A la vera del río, en sus dos riberas, crecerán toda clase de frutales, no se marchitarán sus hojas ni sus frutos se acabarán, darán cosecha nueva cada luna, porque los riegan aguas que manan del santuario, su fruto será comestible y sus hojas medicinales». (Ez 47,8-12)

La Sagrada Escritura está llena de escenas donde el protagonista principal es el agua. La más impactante de todas es aquella donde vemos ese chorro de agua que mana del costado abierto de Jesús en la cruz.
Pero hay otras aguas. Están esas aguas curativas de la piscina de Siloé. Aquellas aguas curaban cualquier enfermedad al que se lavaba con ellas cuando la corriente bullía. Por eso Jesús acerca a ellas a ese paralítico que llevaba treinta y ocho años esperando que alguien lo llevara hasta la piscina para curarse de su enfermedad. Y sólo Jesús lo hace.
Sólo Jesús hace que el agua cure…
Sólo el agua del bautismo lava…
También el agua, no sólo el vino, es protagonista en las Bodas de Caná, pues Jesús no llena de la nada las tinajas vacías, pudiendo hacerlo, sino que invita primero a los servidores a llenar esas tinajas con agua.
Sólo Jesús convierte el agua en vino…
Sólo Jesús convierte nuestra vida en Vida…
Y cuando se encuentra con la samaritana, junto al pozo de Jacob, le explica que Él puede darle de beber un agua que sí quita la sed para siempre, porque es el don de Dios.
Sólo Jesús remedia la sed definitivamente… Sólo Jesús llena la vida.
Y en la Éltima Cena, cuando consagra el vino y lo convierte en su sangre, echa sobre él unas gotas de agua, que somos nosotros, que es nuestra ofrenda, que no vale nada si no es ofrecida junto al sacrificio de la Cruz.
Sólo Jesús da sentido a nuestra vida…
Sin Él, nada podemos…
Y podríamos seguir horas hablando del agua sólo el agua del bautismo nos hace hijos de Dios, sólo el agua del Jordán curó a Naamán de la lepra, sólo Jesús puede calmar las aguas embravecidas del mar de Galilea…
Jesús es la única fuente de agua viva.
Si no tomamos de esa agua vamos a morir de sed.
Pero si tomamos de su agua tendremos vida, y habrá vida donde quiera que llegue la corriente, donde quiera que llevemos de esa agua.
Y si nos mantenemos a la vera de ese río del que mana el agua viva, crecerán en nuestra vida toda clase de frutales, no se marchitarán sus hojas ni sus frutos se acabarán, darán cosecha nueva cada luna, porque los riegan aguas que manan del santuario.
Y nuestro fruto será comestible y nuestras hojas medicinales.
Y sólo si regamos nuestra vida con el agua que nos ofrece Jesús podrán crecer en nosotros esas hojas hermosas, que no son simplemente de adorno, sino medicinales, y que ayudarán a sanarse de sus dolencias a muchas personas… y a nosotros mismos, que tanta falta nos hace una buena curación.

Miércoles de la 4ª semana: EL PAN DE CADA DÍA Y EL PAN DE CADA DÍA

«Sión decía: me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado. ¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide yo no te olvidaré, dice el Señor Todopoderoso». (Is 49,8)

Dios no nos abandona nunca. Es imposible. Si nos abandonara no existiríamos. Si dejara de pensar en nosotros un solo instante moriríamos. Dios no sólo nos crea sino que nos sostiene en la existencia. En Él vivimos, nos movemos y existimos.
Él es nuestro dueño, y un dueño no abandona su propiedad. Él es nuestro padre, y nuestra madre, y una madre no abandona a sus hijos.
Dios no nos abandona a nuestra suerte. Dios nos salva. Dios nos cuida.
No tenemos nada que temer.
Pero… ¿por qué, entonces, vivimos con miedos?
Porque no entendemos todavía lo del pan de cada día, esa frase que repetimos en el Padre Nuestro continuamente. Porque no entendemos eso del afán de cada día que nos dice San Juan en su evangelio.
Porque no terminamos de ubicarnos en nuestro papel de hijos.
Cuando a un niño le da de comer su madre, ¿se angustia pensando en si comerá mañana? No, el niño disfruta de su comida de hoy sin pensar en lo que pasará mañana. Ni duda de que al día siguiente se va a volver a sentar a comer y va a encontrar el pan sobre la mesa. «No os inquietéis entonces diciendo: ¿Qué comeremos, que beberemos o con qué nos vestiremos? Son los paganos los que van detrás de esas cosas. El Padre que está en el Cielo sabe bien que las necesitáis» (Mt 6,31-32).
¿Qué nos pasa? …
A Dios no se le escapa nada de las manos. Nos da en cada momento lo que necesitamos. En cada momento. En el momento en que lo necesitamos.
Ni antes ni después. No nos asegura el futuro. No nos avala, no se hipoteca. No hace falta. Cuenta con nuestra confianza de hijos… ¿o no?
Pongamos en Dios nuestra confianza. No caigamos en la tentación de querer controlarlo todo. No caigamos en la tentación de confiar sólo en nosotros mismos. Porque nosotros no podemos nada. «¿Quién de vosotros, por mucho que se inquiete, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida?» (Mt 6,27).
¿En qué andamos, qué nos preocupa, dónde tenemos puesto nuestro corazón?
Dios nos da el pan de cada día, y el Pan de cada día. Nos da la ayuda de cada día y la gracia de cada día.
Nos da las gracias que necesitamos para vivir cada situación de nuestra vida, cada alegría y cada dolor, cada sufrimiento, y cada decepción, y cada lucha, y cada acontecimiento.
«No os inquietéis por el día de mañana, el mañana se inquietará por sí mismo, a cada día le basta su aflicción» (Mt 6,34).
… ¿O queremos cargar sobre nuestras espaldas no sólo la aflicción de hoy, en la que Dios nos acompaña, sino también las de todos los días de nuestra vida, que ni siquiera sabemos si existirán?
¿Qué nos gustaría más, que Dios nos diera al nacer una bolsa que contuviera el pan para toda la vida, y luego se olvidara de nosotros? ¡Se pudriría! ¿Así actúan un padre y una madre?
El hecho de que Dios nos dé lo necesario en cada momento nos indica que está continuamente a nuestro lado, pendiente de nosotros, que no se muda, como decía Santa Teresa, que no nos puede ni nos quiere abandonar. Porque Él es padre, y madre, y dueño.

Jueves de la 4ª semana: ¿BUENA VIDA O VIDA BUENA?

«Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios: ¿Por qué, Señor se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con grande poder y mano robusta? ¿Tendrán que decir los egipcios: Con mala intención los sacó para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra? (Ex 32,7)

El pueblo de Israel era esclavo de los egipcios, como nosotros somos esclavos de nuestros pecados. Vivían de un modo miserable, eran maltratados y golpeados, sometidos a la injusticia y a la arbitrariedad del Faraón. Ni siquiera podían tener los hijos que quisieran porque su rápido crecimiento demográfico provocaba la indignación del faraón, que temía que ese pueblo sometido adquiriera fortaleza y se volviera contra él.
Dios, acordándose de su promesa, sacó a los israelitas de la esclavitud. Hizo prodigios con su brazo, separó las aguas del Mar Rojo para que ellos escaparan y las unió de nuevo para derribar a los ejércitos del Faraón. Los acompañó por el desierto, les dio de comer el maná, los cuidó, y los guió hasta la Tierra Prometida.
Como hace con nosotros cuando somos esclavos del pecado, que nos busca, y nos encuentra, y nos abraza, y nos ayuda a salir, y nos perdona. ¡Cuántos prodigios ha hecho Dios en nuestra vida para sacarnos de Egipto! Tantas llamadas a nuestro corazón, tantas luces, tantas personas cerca para que nos acompañen, tantas gracias, tantas ayudas, y, sobre todo, tanta sangre derramada, tanta Pasión, tanta cruz. Para que salgamos de la opresión de Egipto.
Sin embargo, el camino hacia la tierra prometida es difícil. Son cuarenta años en un desierto. Y a nosotros nos cuesta, y al pueblo de Israel también le costó.
Por eso, los israelitas, como nosotros, a la primera dificultad, se quejan. Se quejan e incluso echan de menos la anterior esclavitud. Señor, es que es difícil, antes era más cómodo, ahora nos cuesta, el camino es largo, nos morimos de hambre… ¿para esto nos sacaste de Egipto? Al menos allí teníamos cebollas para comer, aunque éramos esclavos. La vida era más fácil, aunque nos maltrataban.
Como nosotros.
Nosotros también extrañamos las cebollas de Egipto a la primera dificultad. Nosotros también desafiamos a Dios y le decimos: ¿Para esto me llamaste? ¿Para esto me hiciste volver a Ti? Antes era más cómodo, no había compromisos, no había que luchar, no había que convertirse cada día, no había que cargar cruces…
Sí, pero había esclavitud, y amargura, y falta de paz, y nostalgia de Dios… ¿no te acuerdas? Ahora hay serenidad, certeza de caminar por un camino seguro, amor de Dios, alegría, gozo, paz… ¿no es un regalo?
¿No es un regalo de Dios también la fe, la vocación, la vida de la gracia, el interés de Dios por nuestras cosas?
¿Qué nos gusta más, la buena vida o la vida buena?
¡No seamos duros de corazón!
¿También nosotros nos creemos que Dios nos sacó de Egipto para exterminarnos?

Viernes de la 4ª semana: UN CANTO A LA LIBERTAD

«Entonces intentaban agarrarlo pero nadie le pudo echar mano porque todavía no había llegado su hora». (Gn 7, 30)
Nadie pudo echarle mano porque no había llegado su hora. Le echarán mano, sí, pero cuando sea el momento, no cuando ellos quieran. Le echarán mano, sí, pero cuando Jesús decida.
Toda la vida de Jesús es un canto a la libertad. Pero no haciendo siempre su voluntad, sino la del Padre. No haciendo siempre lo que El quiere, sino lo que quiere el Padre. De un modo absolutamente libre. Jesús es totalmente libre precisamente porque obedece totalmente al Padre.
¡Qué difícil de entender la obediencia como camino de libertad!
Nuestra obediencia libre a los planes de Dios nos realiza como personas. No se trata ya de conformarnos con la voluntad de Dios, sino de quererla, y eso es lo único que nos libera en este mundo. Nos libera de angustias, de dudas, de fracasos, de ataduras, de intranquilidades…Y, sobre todo, nos libera de la muerte, y del pecado.
La vida de Jesús es un canto a la libertad. A la libertad de cumplir con su misión, a la libertad de poner su vida en las manos del Padre, a la libertad de decidir libremente querer lo que Dios quiere.
… Padre, si tu lo quieres, yo también lo quiero…
Toda la vida de Jesús es un canto a la libertad…
El misterio de! Niño Jesús perdido y hallado en el Templo es un canto a la libertad. Por encima de todo, los asuntos del Padre. Sin dar explicaciones ni siquiera a su madre, que lo busca. Sabe lo que debe hacer y hace lo que debe hacer. Porque quiere.
El prendimiento de Jesús por los sumos sacerdotes y la guardia del templo es un canto a la libertad. Jesús estaba rezando, en el Huerto de los Olivos. Mientras, Judas, lo entrega. Cobra treinta monedas por guiar a la guardia hasta donde se encontraba Jesús. Y hasta allí llegan, armados, como si Jesús fuera un delincuente. Pero no necesitan de las armas porque no lo atrapan, es Jesús el que se entrega, libremente, porque llegó la hora.
«Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder, se adelantó, y les preguntó: ¿a quién buscáis?” (Jn 18-4)
Jesús se adelantó. Jesús se adelanta para que lo cojan, porque es el momento, así como no se dejó atrapar antes, porque no era el momento. Jesús es libre y por eso maneja la situación.
Jesús se adelanta a la voluntad del Padre, y no deja que nadie se la estorbe.»Envaina tu espada», le dice a Pedro,»¿Acaso no beberé el cáliz que me ha dado el Padre?» (Jn 18,11).
Toda la vida de Jesús es un canto a la libertad.
La muerte de Jesús es un canto a la libertad. Después de beber el vinagre, dijo Jesús: todo se ha cumplido. E, inclinando la cabeza, entregó su espíritu».
Lo entregó, porque quiso.
Fue obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz
Y una vez clavado en ella, murió. Porque quiso. Por amor.
…»Ama, y haz lo que quieras»…

Sábado de la 4ª semana: LA VIDA SIGUE IGUAL

«En aquel tiempo, de la gente que oyó estos discursos de Jesús, unos decían: este es de verdad el profeta. Otros decían: Este es el Masías. Pero otros decían: ¿Pero es que de Galilea va a venir el Mesías? ¿No dice la Escritura que vendrá del linaje de David, y de Belén, el pueblo de David? Y así surgió entre la gente una discordia por su causa”. (Jn 7,40)

Jesús hace nuevas todas las cosas. El es el único que lo hace. Porque nosotros siempre hacemos lo mismo, las mismas cosas viejas, las mismas costumbres, los mismos choques con la misma piedra.
Ya lo decía Julio Iglesias en su primera canción: la vida sigue igual…unos que vienen otros que se van, cuantos te alaban si triunfando estás, y si fracasas bien comprenderás, los buenos quedan los demás se van… y seguía… pocos amigos que son de verdad, etc. y el estribillo… siempre hay por quién sufrir, porqué llorar… siempre hay por quién vivir y a quién amar… y al final… la vida sigue igual…
Siempre es igual. Igual nos quieren que nos dejan de querer. Igual nos admiran que nos dejan de admirar. Los mismos que nos alaban hoy nos critican mañana. Los mismos que saludaron a Jesús con las palmas el Domingo de Ramos, lo mandaron a la Cruz el Viernes Santo… y es que somos así… unos que vienen y otros que se van… y la vida sigue igual.
Despejemos susceptibilidades. No hay que estar pendiente de lo que digan los demás. Tenemos un camino para seguir. Tenemos muchas cosas que hacer. Hay mucho trabajo en la viña del Señor. ¿Qué éstos no nos entienden? Pues busquemos a otros. ¿Qué éstos nos critican? Pues recemos por ellos y sigamos caminando. ¿Qué nos tiran piedras? Pues nos vamos. Sin mirar hacia atrás. El que mira para atrás se convierte en estatua de sal. Se queda inmóvil, paralizado, deja de dar el fruto que tiene que dar.
Es falta de humildad estar pendiente de lo que piensen de nosotros. Es soberbia buscar siempre la alabanza. Es falta de amor a Dios estar buscando la aprobación y el cariño de todos. Y sobre todo, es una pérdida de tiempo.
Tenemos mucho que hacer.
Ya lo dice la canción: siempre hay por quién sufrir, y siempre hay por quién amar…
Siempre va a haber quien critique nuestra vocación y nuestro camino… ¿Y qué?
También, y con la misma falta de razón, va a haber siempre quien nos considere y alabe.
Pues tampoco nos paremos a escuchar. Esos que nos alaban hoy son los mismos que ayer nos criticaban… Unos que vienen y otros que se van. No le demos importancia. Nosotros sabemos que todo lo bueno que hacemos es obra de Dios. Que «bueno» no hay más que uno. Que nosotros solo somos simples servidores, que cumplimos con nuestro deber.
A Jesús no parece que le importara mucho la opinión pública. Es más, lo que le preocupa en readad es la opinión privada. Por eso, cuando le pregunta a los apóstoles ¿Quién dice la gente que soy yo?, no le da mucha importancia a la respuesta. Sin embargo apunta a la cuestión principal, y mirándolos a ellos, les pregunta: ¿Y para vosotros, quién soy yo?
Esa es la pregunta clave. Eso es lo que le interesa a Jesús de nosotros: qué significa Él en nuestra vida. Lo que piense la gente no importa… Que es un profeta, que no lo es… ¿qué más da?… Qué significa Él en nuestra vida… eso le importa.
Y a nosotros… ¿qué nos importa lo que piense la gente? ¿Qué nos interesa que digan que somos un profeta? ¿Qué nos importa que digan que de nuestro pueblo no puede salir nada bueno? ¿Qué más nos da?
Devolvamos a Jesús la pregunta que Él nos hace:… Señor… y para ti… ¿qué soy?
Eso es lo único relevante.
Porque nuestra realidad es que somos lo que somos para Dios.
Lo demás es como la canción, gente que viene y gente que se va… y la vida… que sigue igual.

Domingo de la 5ª semana: EL QUE TÉ AMAS ESTÁ ENFERMO

«Y dicho esto gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera». El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: desatadlo y dejadlo andar». (Jn 11,43-44)

Así enterraron a Lázaro, como era costumbre entonces, todo vendado. Atado de pies y manos. Y así aparece cuando Jesús lo resucita, atado y sin poderse mover.
Pero Jesús pide que lo desaten, y que lo dejen andar.
Lázaro muere, pero Jesús lo resucita. Jesús le puede a la muerte. Y esta muerte de Lázaro es una imagen del pecado. El pecado es la muerte del alma, pero Jesús puede salvarnos, porque Jesús es más fuerte que la muerte.
Cuando pecamos, morimos. Morimos a la vida de la gracia, morimos a la vida del alma. Y no es como la muerte del cuerpo, que se da de una vez y para siempre. La muerte del alma se da cada vez que pecamos, cada vez que ofendemos a Dios voluntariamente en materia grave.
El pecado existe y es una realidad. Y no solo existe en la sociedad, o en los demás. Existe también en nosotros. Existe en nuestro corazón.
También nosotros pecamos. También los amigos de Jesús, incluso los más íntimos, como Lázaro, morimos a la gracia de vez en cuando. Como todo el mundo. Lázaro era amigo íntimo de Jesús, y murió. Y Jesús se conmovió, y lloró. Y lo resucitó.
El hecho de ser amigo de Jesús no justifica nuestro pecado.
Es más, el tener una intimidad con Jesús lo único que significa es que, si morimos, Jesús lo va a lamentar, Jesús se va a conmover, Jesús nos va a llorar. Más que a otros.
El pecado nos ata. Nos ata de pies y manos. Nada que hagamos, por bueno que sea, tiene valor si no estamos en gracia de Dios. Y hasta que no nos reconciliamos con Dios estamos como sepultados, como Lázaro, con una gran piedra encima. Y, para colmo, con mal olor.»Señor, huele mal, ya hace cuatro días que está muerto». Le dice Marta, la hermana de Lázaro, a Jesús.
Hay que confesar cuanto antes. Donde dejamos pasar más de cuatro días… ya sabemos lo que pasa…: dejamos de desprender el buen olor de Cristo. Y se nos nota. Ya no vamos por la vida sembrando la paz y la alegría propia de los hijos de Dios. Empezamos a oler mal. Tan mal como Lázaro. Tan mal como el hijo pródigo cuando vuelve a la casa de su padre después de haber convivido con los cerdos. Y necesitamos que Dios nos perdone, y nos unja con su perfume, y nos devuelva a la vida de la gracia, a través del sacramento de la confesión.
Porque Dios nos perdona siempre. Dios es el padre misericordioso. Dios siempre nos recibe con los brazos abiertos… Lo único que Dios no hace, porque no puede, es impedir que pequemos.
«Pero algunos decían: este, que abrió los ojos del ciego de nacimiento… ¿no podía impedir que Lázaro muriera?»(Jn 11,37).
Pues no. ¡No podía! No lo podía impedir. Dios nos da la libertad y nos la respeta. Dios no avasalla, Dios no nos obliga a amarle. Dios no nos puede impedir que pequemos. Nos puede perdonar, puede llorar por nosotros, puede conmoverse, puede incluso morir por nuestros pecados, pero… impedir que pequemos… no.
Hay veces que nosotros somos Lázaro.
Qué oración más bonita para rezar cuando somos débiles, cuando caemos, cuando queremos que el Señor nos salve: «Señor, el que tu amas, está enfermo». Señor, yo soy el que tu amas, yo me quiero curar, yo te pido que me ayudes, que me ayudes mucho, que me ayudes más.
Porque es difícil, porque me cuesta. Porque caigo tantas veces. Y me levanto, y me vuelvo a caer. Pero yo creo que Tú eres la Resurrección y la Vida, y que el que cree en Ti, aunque muera, vivirá.
Y por eso nada temo. Porque sé que tu corazón siempre me va a acoger. Porque sé que Tú haces nuevas todas las cosas. Porque sé que todo,-¡hasta los pecados!-, puede ser para bien de los que te aman, si sabemos arrepentimos y rectificar.
Tú mismo lo explicaste camino de Betania: «Esta enfermedad no es mortal, es para gloria de Dios, es para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Jn 11,4).
… Que mis caídas, Señor, sean también para gloria tuya…

Lunes de la 5ª semana: TERNURA Y FIRMEZA

«Como insistían se enderezó y les dijo: el que no tengo pecado tire la primera piedra. E inclinándose nuevamente siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras todos se retiraron, unos tras otros, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, preguntó: Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado? Ella le respondió: Nadie, Señor.
Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús, vete, y en adelante, no peques más». (Jn 8,7-11)
“El que no tenga pecado tire la primera piedra». Esta frase de Jesús pasó a la historia. Hasta los paganos la dicen sin conocer su origen.
Pues éste es su origen, esta escena del evangelio, donde Jesús enfrenta a los acusadores de la mujer adúltera. Esa mujer que, al ser sorprendida en adulterio, merecía ser apedreada según la ley de Moisés.
Y donde se encontraba Jesús fueron los fariseos, llevando a la mujer con ellos, no para castigarla, no porque les importara su desgracia, o su pecado, sino para poner a prueba a Jesús. La mujer no les importaba nada.
Veamos si éste cumple la ley, pensaban entre ellos. Si la cumple, hará que apedreen a esta mujer. Y eso es una contradicción con ese mensaje de amor y de comprensión que Él mismo predica. Si no la cumple, debe ser condenado Él también. Por incumplidor. A ver qué hace.
Como hicieron otras tantas veces, querían desafiar a Jesús. Los fariseos nunca iban de frente Siempre por atrás. Siempre. Siempre hipócritas. Siempre falsos. Lo arrestan de noche, falsean el juicio, mienten a Poncio Pilatos, lo condenan sin culpa. Todo menos dar la cara. Por eso la pregunta que le hacen tiene trastienda: «Moisés, en la ley, nos mandó apedrear a esta clase de mujeres. Tú, ¿qué dices?». ¡A esta clase de mujeres! ¡Cómo si hubiera mujeres clase «A», santas, y clase «B», pecadoras! ¡Cómo si no fuéramos todos pecadores! ¡Cómo si hubiera buenos y malos! ¡Cómo si no fuera Jesús el único inocente! Pero Jesús no se deja avasallar. Él es totalmente libre. Y los mira a los ojos…
No creo que ningún fariseo pudiera sostener esa mirada de Jesús. Ahí les ganó la batalla. Las palabras no serán tan elocuentes. Ya estaba dicho todo. «El que esté libre de pecado tire la primera piedra». No les dice más. A ellos no les habla. No abre la boca hasta que se ha ido el último de todos los acusadores. Con ellos no tiene nada de qué hablar.
Y, mientras los acusadores se retiran, Jesús escribe en la tierra… ¿Que qué escribe? No importa. Hace tiempo. Demuestra su desinterés por esas personas que cumplen la ley pero se olvidan del primer mandamiento: el del amor.
Con ese gesto les dice: con vosotros no hablo, vosotros sois peores que esta mujer. A ella la han sorprendido en flagrante adulterio. A vosotros no hay quien os sorprenda. Guardáis las apariencias maravillosamente, pero sois como sepulcros blandeados, oléis mal, tenéis el corazón podrido, a la gente podéis engañarla, pero a mí no.
Y sigue escribiendo en la tierra, haciendo tiempo hasta que se van todos.
Entonces queda cara a cara con la mujer. Cara a cara. Sólo en la intimidad con Jesús podemos vernos a nosotros mismos. Sólo ante Él descubrimos nuestra realidad. Eso es la confesión. Un momento de intimidad entre Dios y yo. Ahí es donde nos sentimos pecadores, y en falta. Ahí, mirándole a los ojos, sosteniendo su mirada,-¡nosotros podemos, cuando somos sinceros!-, descubrimos cuánto amor recibimos de Él y qué poco correspondemos, qué poco amamos, qué poco le damos de nuestra vida. Qué grandes pecadores somos.
No necesitamos que nadie nos condene. Tampoco Jesús nos condena. Jesús nos perdona, con ternura.
Con infinita ternura… «Yo tampoco te condeno», le dice a la mujer, y a nosotros.
Pero eso sí, así como su ternura es infinita, su firmeza también lo es. Y con esa firmeza nos pide que, de ahora en adelante, no pequemos más.
Y que esa decisión la tomemos ahora, desde ya, en este instante.
Con la misma agilidad con la que Él nos ha perdonado.

Martes de la 5ª semana: ROMPER EL FRASCO DE PERFUME

«El que me envió está conmigo, no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada». (Gn 8,21)

El Padre está conmigo…Yo hago lo que le agrada al Padre…
Es que al amor es cosa de dos. No podemos pretender que estén con nosotros, si nosotros no intentamos agradar. No podemos quejarnos si nos dejan solos cuando no hemos hecho un esfuerzo por hacer felices a los demás.
Cuando uno ama intenta agradar. Intenta gustar, seducir. Y no hay nada más fascinante para una persona que sentir que enamora. Una mirada enamorada es el gesto más elocuente del mundo. El primer paso para llamar la atención de la persona amada es ese, mostrarle con nuestros gestos, con nuestras miradas, con nuestras sonrisas, que la amamos. Eso, fascina. Es irresistible. Provoca en la otra persona enamoramiento, ternura, cariño, amistad. Ya lo explicaba San Francisco de Asís: donde no hay amor, pon amor y sacarás amor. El amor es milagroso.
Y el amor de Dios es el milagro más grande del mundo. Seduce. Fascina. Dios quiere llamar nuestra atención, provocar en nosotros un sentimiento de amor. Quiere poner amor, donde no hay amor, -¡porqué somos duros de corazón!-, para sacar amor.
Él nos ama primero. Nuestra relación con Dios es una relación de amor. Y en esa relación nosotros también tenemos que poner, no sólo recibir. Y nos podemos preguntar qué es lo que nosotros, podemos poner en esa relación de amor con Dios.
Pues Jesús nos lo dice: nuestro intento sincero de agradar a Dios. Ya, el intento de agradar, agrada, es un logro, es un paso, ya es suficiente para Él. A veces ni siquiera es necesario que esos propósitos generosos se concreten. Quizás no lo logramos, porque las circunstancias son desfavorables o por nuestra propia debilidad. Pero hubo un intento, un intento serio de agradar a Dios. Y eso es lo que cuenta.
Y para intentar agradar a Dios es importante ir descubriendo poco a poco qué es lo que a Él le agrada. Y lo descubrimos en la oración, en la dirección espiritual, en la lectura del evangelio, en la que nos chocamos, cara a cara, con la humanidad de Jesús.
Jesús es el rostro de Dios Padre. Quien ve a Jesús ve al Padre. El Hijo y el Padre son uno. Y los gestos de Jesús, sus palabras, sus actitudes, son elocuentes. El nos muestra qué es lo que le agrada a Dios.
A Dios le agrada la sinceridad de corazón, la pureza de intención. A Dios le agrada que demos de lo que necesitamos, que demos hasta el final, como la viuda que entrega en el templo su única moneda.
A Dios le agrada la pureza de María.
A Dios le agrada la fe del centurión, que no necesita que Jesús entre en su casa para creer en El, que no pide señales.
A Dios le agrada la ingenuidad de Zaqueo, que, sin estar muy seguro de cuáles eran sus faltas, pide perdón por ellas, por si acaso han desagradado a Dios.
A Dios le agrada la audacia de la mujer hemorroísa, que sabe que con sólo tocar su manto quedará curada.
A Dios le agrada que busquemos su compañía, que nos acerquemos a comulgar con frecuencia. Porque el que ama busca la compañía del amado. Y por eso Jesús, antes de volver al Padre, como dice San Juan, «nos amó hasta el fin». Nos amó hasta el punto de morir por nosotros y, a la vez, quedarse con nosotros. Porque Dios busca la compañía del hombre, porque lo ama.
A Dios le agrada la generosidad.
Y, hablando de generosidad, hay un gesto en el evangelio que encanta a Jesús. El de aquella mujer que rompe un frasco de «perfume importado» y lo gasta todo en lavar los pies de Jesús, ante la mirada atónita y tacaña de Judas. Es un gesto radical. Rompe el frasco. No va poniendo el perfume de a poquito, para no gastarlo, para que le quede algo para ella, no, ¡rompe el frasco!, no se guarda nada, decide gastarlo todo en Jesús. Rompe el frasco y «malgasta» el perfume de un modo escandaloso. Lo entrega todo, ni siquiera se guarda el frasco de recuerdo.
La mujer derrama todo su perfume por Jesús, y Jesús derrama toda su sangre por la mujer.
La clave es la palabra «todo».
El amor hay que derramarlo todo.
Dios nos amó primero.
Lo nuestro sólo es correspondencia. Tenemos que poner toda nuestra vida en los pies de Jesús, como el perfume. Pero rompiendo el frasco. Hay que romper el frasco, para no caer en la tentación de guardar para nosotros el perfume que sobra.

Miércoles de la 5ª semana: OS ESCRIBO A VOSOTROS, JÉVENES, PORQUE SOIS FUERTES

«Después el rey Nabucodonosor, estupefacto, se levantó aprisa y dijo a sus consejeros: ¿no eran tres los hombres que hemos echado atados al horno encendido? Ellos contestaron al Rey, así es, rey.
Él replicó: Pues yo veo cuatro hombres sueltos paseando entre las llamas sin quemarse. Y el cuarto parece un ángel. (Dan 3,24-25)
¡Es qué era un ángel! Y Nabucodonosor lo descubrió. Y creyó.
La historia comenzó en Babilonia, cuando, en tiempos del rey Nabucodonosor, tres jóvenes se negaron a dar culto a los dioses de ese reino, enfrentando de ese modo al rey.
El rey, indignado, mandó hacer una estatua de oro y les dijo a los jóvenes: «Si no la adoráis os echarán inmediatamente a un horno encendido». Los jóvenes se negaron a adorar la estatua, el rey montó en cólera y mandó a sus soldados echar a estos chicos al horno.
«Os escribo a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes». Nos dice San Juan en su primera carta. … Porque sois fuertes…
Los jóvenes son fuertes. No podemos aceptar que se instale entre nosotros la mentalidad del ¡cómo está la juventud! No podemos resignarnos a pensar que nuestros jóvenes son débiles, incapaces de luchar y de comprometerse. No podemos dejar de exigirles, convencidos de que hoy día «ya no va», de que nuestros jóvenes «están en otra onda», que no lo van a entender, que son otros tiempos. Es mentira.
El hombre es el mismo en todos los tiempos, y el joven, desde los tiempos de Daniel hasta nuestros días, es fuerte.
La juventud es el tiempo de los grandes ideales. Un joven es un idealista. Un joven es un soñador capaz de dar su vida por su sueño. Un joven es un valiente capaz de dejarse tirar a un horno encendido con tal de no adorar a una estatua de oro…cosa que un viejo no es capaz de hacer. Un joven no es una caña doblada por el viento.
El joven lo tiene todo y no tiene nada. Y ahí está su tesoro. El joven tiene el corazón libre. El joven es capaz de romper el frasco de su vida y derramar todo su perfume a los pies de Jesús. Al joven no le importa «escandalizar», es rebelde. No tiene miedo al futuro, no teme quedarse sin perfume por si acaso lo llega a necesitar. Sabe vivir el presente. No se hipoteca.
Un joven es un idealista. Un idealista es un líder. Un joven es capaz de comprometerse más allá de su responsabilidades más, a un joven le debe resultar insulsa una vida dedicada a las responsabilidades, cuando existe un océano de ideales altos y sublimes, hacia donde lanzarse, como dice el evangelio, ¡duc in altum!… ¡mar adentro!
Pero nos han engañado. Nos quieren convencer de que la juventud está enferma, desgastada, podrida. Y no es cierto.
Hay también una gran masa de jóvenes perplejos, que no saben qué hacer con su vida, porque nadie los guía. Que tienen una gran fortaleza, que tienen capacidad de amar, que tienen ganas, pero que no tienen a nadie que les proponga un ideal de vida exigente y pleno. Y las propuestas light de la sociedad actual no consiguen llenar su corazón, precisamente porque es un corazón joven y fuerte, que da para mucho más.
Y hay otro grupo de jóvenes. Son esos jóvenes capaces de quemarse en un horno encendido antes de adorar estatuas de oro. Son esos jóvenes capaces de enfrentar los valores negativos de la sociedad de hoy e incluso no doblegarse ante el poder de Nabucodonosor.
Son esos jóvenes entusiasmados en seguir a Jesús en su ideal de hacer nuevas todas las cosas.
Y esos jóvenes tienen ángel. Pueden cambiar la realidad de las cosas. «El Ángel del Señor bajó al horno… y produjo en medio de! horno como una brisa, una frescura de rocío, de manera que el fuego no los tocó para nada ni les causó daño ni tormento» (Dan 3,49)
Esos jóvenes pueden convertir una sociedad que arde en una suave y refrescante brisa. Porque Dios está con ellos. Pero tienen que estar dispuestos a quemarse.
Tienen que atreverse a entrar en el horno has¬ta el fondo, sin miedo a las llamas… ni a Nabucodonosor.

Jueves de la 5ª semana: JUGAR AL CUARTO OSCURO

“Abraham, vuestro padre, se estremeció de rozo esperando ver mi día. Lo vio y se llenó de alegría. Los judíos le dijeron: no tienes todavía cincuenta años ¿y has visto a Abraham? Jesús les dijo: Os aseguro que antes que naciera Abraham existo Yo. Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo». (Jn 8,56-59)

Los judíos son tan soberbios que no valoran al que tienen enfrente. Y esta vez tienen enfrente a Dios. Y aun así «pretenden confundirlo». Pretenden hacerlo razonar humanamente.
¡Cuántas veces nos pasa a nosotros lo mismo! Queremos a toda costa que Dios piense como nosotros, que razone como un ser humano, cuando Él es Dios.
Justamente en esta escena del evangelio lo que Jesús quiere hacer entender a los judíos es que Él es Dios. Por eso les dice «Os aseguro que antes que naciera Abraham existo Yo».
Pero ellos no entienden, ni siquiera se paran a pensar. Se quedan en lo periférico. No meditan lo que están escuchando, porque ya tienen un prejuicio, porque sólo se quieren escuchar a ellos mismos. Y le contestan con esa respuesta absurda:»no tienes todavía cincuenta años ¿y has visto a Abraham?».
Una respuesta «lógica». Si Jesús aun no cumplió los cincuenta años es imposible que conociera a Abraham. Totalmente razonable. De cajón. Incuestionable… si no fuera porque el «quid» de la cuestión es que Jesús no es un hombre sino Dios.
Qué lástima que tengamos a veces ideas tan arraigadas, tan preconcebidas, tan falseadas, que nos impidan alcanzar la verdad, esa verdad que nos haría libres.
Qué pena dejar nuestra inteligencia a oscuras. Porque una inteligencia que no está iluminada por la fe puede ser brillante, puede ser grandiosa, puede obtener el más alto percentil en un test psicológico, pero, para conocer a Dios, no nos va a servir para nada.
Nos puede ser útil para aprender matemáticas, o química, o el Poema del Mío Cid de memoria, pero no para entablar un diálogo con Dios, como pretendían los judíos, sobre las verdades eternas. Para eso necesitamos de la luz de la fe.
Y si no, caminamos a oscuras. Y, además, orgullosos de nosotros mismos, de nuestra lógica, de nuestro sabio criterio, de nuestro dos y dos son cuatro inamovible.
Desde aquí sonreímos ante la respuesta del judío. Es simpática, porque tiene la lógica de un niño de siete años, y nos hace gracia.
Nos hace gracia, sin darnos cuenta de que esas son nuestras mismas respuestas cuando nos negamos a formarnos un poquito partiendo de la fe. Porque nuestra fe no es un adorno. Nuestra fe exige una formación constante, una iluminación constante, un endiosamiento de nuestra razón.
Nuestra fe exige una buena dosis de humildad. De reconocernos seres inteligentes, sí, pero seres que sin fe lo único que hacemos es jugar al cuarto oscuro.
Nos tenemos que formar. Porque tenemos que saber respuestas. Respuestas no sólo inteligentes sino verdaderas. No podemos despreciar ningún medio de formación a nuestro alcance.
Tenemos que tener fe, pero también tenemos que saber en qué creemos, dónde estamos parados
Si los judíos hubieran sabido que estaban parados delante de Dios nunca hubieran contestado esa tontería.
Cuántas tonterías decimos nosotros cuando no nos formamos en nuestra fe. Y lo peor de todo es que no nos damos cuenta.
Tenemos muchos medios a nuestro alcance. Tenemos el Catecismo de la Iglesia Católica, tenemos las Sagradas Escrituras, tenemos muchos sacerdotes muy bien formados dispuestos a dirigirnos espiritualmente.
Hay libros para leer, homilías para escuchar, sacramentos para recibir, retiros para participar.
Formar nuestra conciencia es nuestra responsabilidad de personas que queremos conocer a Dios y participar de la vida de la Iglesia.
¡Qué ya no tenemos edad para seguir jugando al cuarto oscuro!

Viernes de la 5ª semana: DE LAS PIEDRAS A LA CRUZ

«Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre. ¿Por cuál de ellas me apedreáis?». (Jn 10,31)

Y seguimos conversando con los judíos. Con esos judíos cerrados que, al no conseguir que Jesús les dé la razón, le empiezan a tirar piedras.
¡También nos pasa! Cuando no estamos en condiciones de dialogar inteligentemente, tiramos piedras. Todo, menos dar nuestro brazo a torcer. Somos tan soberbios que a veces vemos que la razón se nos va de las manos, entonces empezamos diciendo tonterías, seguimos con los disparates, y, si no nos para nadie, terminamos tirando piedras.
O abofeteando. Fue la misma reacción que tuvo el soldado del templo cuando interrogaban a Jesús ante el Sanedrín. El Sumo sacerdote interrogaba a Jesús acerca de su enseñanza. Jesús le respondió, con tranquilidad, que siempre había hablado abiertamente, en la sinagoga, que nunca había hablado en secreto, que había muchos que lo habían escuchado y podrían testimoniar sobre Él. «Apenas Jesús dijo esto, uno de los guardias allí presentes le dio una bofetada, diciéndole: ¿Así respondes al sumo sacerdote? Jesús le respondió: Si he hablado mal muestra en que ha sido, pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,22-23).
¡Cómo molesta la verdad cuando nos la dicen de un modo razonable y con serenidad! ¿Por qué será? Es como que nos descoloca, nos deja perplejos.
La respuesta de Jesús es similar en este pasaje del evangelio de hoy: ¿por qué obra buena me apedreáis?… Si he hablado bien… ¿por qué me pegas?…
Jesús no pierde la calma, porque no se aleja de la verdad. El resto si pierde la calma, y abofetea, y apedrea, porque se aleja de la verdad.
Puede ser que nuestras reacciones irascibles se deban a una falta de sinceridad con nosotros mismos. A un saber que nos estamos alejando de la verdad porque no nos conviene acercarnos. Y eso duele. Provoca conductas agresivas contra esas personas que nos muestran, con naturalidad y paz, el camino de la verdad.
También una buena confesión libera, pero duele.
Seamos sinceros con nosotros mismos. Sepamos analizar nuestras actitudes. No necesitamos hacer terapia para darnos cuenta que, a veces, la verdad molesta, y que eso nos pone muy nerviosos. Y nos hace apedrear, y abofetear…
Los judíos apedreaban a Jesús porque les dijo que Él era Dios. Y eso los comprometía. Admitir que Jesús era Dios era admitir muchos errores en los que ellos incurrían. Era molesto. Era reconocer su autoridad, y no les gustaba. Prefirieron tirarle piedras, ya que carecían de argumentos para tirarle.
El soldado del Sanedrín lo abofeteó. Tampoco tenía argumentos. Él había contestado con la verdad, y los fariseos no la querían ver. Había demostrado su inocencia y ellos querían a toda costa que cayera en alguna contradicción que significara algún indicio de culpabilidad. Y, como no lo consiguieron, le pegaron.
Y es que la soberbia ciega. Cuando nos ponemos duros de entendederas no nos para nadie. Cuando no queremos ver no vemos. No hay manera. Un soberbio es terco como una muía. Antes de reconocer su error, apedrea.
Es cierto. Cuando nos ponemos duros de entendederas no nos para nadie. Como a esos judíos. A esos judíos no los paró nadie. Estaban cegados. No pensaban dar su brazo a torcer. No estaban dispuestos a escuchar razones. No se animaban a mirar a Jesús a los ojos. Estaban empecinados, cerrados. …Y no los paró nadie
Comenzaron con las piedras, siguieron con la bofetada, luego con el flagelo, y terminaron con la Cruz.
¡Qué cuidado hay que tener con la soberbia! Porque vamos cayendo en ella como por un plano inclinado, y no nos para nadie… Ni siquiera nos paramos a escuchar a Jesús, que nos dice a nosotros, a cada uno… ¿Y tú? ¿Por cuál de las buenas obras que he hecho en tu vida me estás apedreando?
La soberbia no escucha.

Sábado de la 5ª semana: ¡QUÉ VIENEN LOS ROMANOS!

«¿Qué estamos haciendo? Este hombre hace muchos milagros. Si lo dejamos seguir todos creerán en Él, y vendrán los romanos, y nos destruirán el lugar santo y la nación…». (Jn 11,45)

Así siguen estos judíos razonando. Razonando, pero mal. Siguen jugando al cuarto oscuro. No hay forma de pararlos. Van de error en error. «Este hombre hace muchos milagros, luego hay que matarlo».
Sí, hay que matarlo, contestamos nosotros, por inercia. Hay que matarlo, porque hace milagros en mi vida. Hay que apedrearlo, porque realiza buenas obras en mí. Hay que pegarle, porque me dice la verdad. Hay que crucificarlo, porque su presencia me complica la vida. Porque van a venir los romanos y me van a destruir el Templo.
Como convencen las razones absurdas, cuando el que las dice lo hace con pasión y el que las escucha no piensa.
Yo creo que si en medio de una plaza uno grita muy fuerte ¡qué vienen los romanos!, y sale corriendo, se arma un lío de miedo, y todos van a correr sin saber porque ni hacia donde.
Eso nos pasa con el compromiso. Huimos de él sin saber porqué. ¡Que viene el compromiso! Y escapamos. Suena a complicado, a difícil, a pérdida de libertad.
Puede Jesús haber hecho maravillas en nuestra vida, haber obrado grandes milagros, que, cuando llega la hora del compromiso, de responder a tanta gracia de Dios, nos asustamos.
¡Que vienen los romanos!… ¡Que viene el compromiso!…
Y la culpa de todo, muchas veces la tenemos justamente las personas comprometidas. Esas personas que vamos por la vida con nuestro compromiso a cuestas, quejándonos del peso, rezongando por todo, y dando la peor imagen que un cristiano puede dar: la del cansancio, la de la falta de alegría, la de la rutina.
¿Cómo queremos entonces contagiar a los demás las ganas de seguir a Jesús? ¡Somos peores que los romanos! ¡Con nuestra conducta sí que destruimos el templo! ¿Cómo vamos a llevar el mensaje del evangelio hasta los confines de la tierra, si estamos tan cansados? Es lógico que si nos ven venir a nosotros, con esa cara, griten: ¡qué viene el compromiso! Y huyan despavoridos.
Hay veces que nuestras actitudes destruyen templos. Y hay otras que no, que vivimos nuestra vocación con alegría y sabemos llegar a los demás, y contagiar nuestro entusiasmo, pero… hay algo que falla.
A veces lo que fallan son nuestros modos poco inteligentes de explicar nuestra vocación, de dar razón de nuestra alegría.
Nuestra intención es buena, sí, pero somos cargosos. No hablamos de amor, ni de liberación, ni de la alegría de entregarse, ni del apostolado que nos llena la vida. Hablamos de renuncias, hacemos hincapié en «lo que van a tener que hacer a partir de ahora». Y ese no es el quid de la vocación.
La renuncia no es la palabra clave. La palabra clave es el amor. Las renuncias vendrán, sí, pero justamente el compromiso con Dios es mutuo, y así como nosotros nos comprometemos a entregarle nuestro corazón, Él se compromete a hacer nuestro yugo suave y nuestra carga ligera.
Las renuncias vendrán, sí, pero tendremos a Dios de nuestro lado…
El compromiso es una ganancia, no una renuncia. Cuando uno se casa está feliz por la persona que ganó, no está triste por las personas a las que renunció. Cuando uno elige una profesión está feliz por el camino que eligió, no está triste por las carreras a las que renunció…
Y el que elige a Dios en su vida está feliz por lo que ganó, y nada de lo que perdió es comparable a su ganancia…ni de casualidad.
Que no nos asusten los romanos,… y si vienen los romanos a destruir el Templo… ¡pues que vengan!
Que nosotros ya sabemos quién puede reconstruirlo en tres días.

Epílogo: TUVIMOS TODA UNA CUARESMA

Toda una Cuaresma para dejarnos renovar por el Señor… ¡Cuántas cosas hemos conversado con Él!… Nos ha consolado, nos ha iluminado, nos ha perdonado, nos ha pedido…
Y ahora estamos aquí, a punto de entrar en la Semana Santa, atados a una puerta, como el borrico de la historia, esperando que el Señor nos mande buscar.
Y eso es lo que Jesús hace: manda a sus amigos, Dará que nos desaten. Como en la parábola del hijo pródigo, en la que el padre perdona y los servidores nos revisten con las vestiduras nuevas. Como en la resurrección de Lázaro, que hubo que desatarlo para que pudiera volver a caminar. Como al burrito del evangelio:
Id a la aldea de enfrente, y en cuanto entréis, encontraréis un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis contestadle: El Señor lo necesita, y lo devolverá pronto. Fueron y encontraron el borrico en la calle atado a una puerta, y lo soltaron. Algunos de los presentes le preguntaron: ¿Por qué tenéis que desatar el borrico? Ellos le contestaron como había dicho Jesús, y se lo permitieron. Llevaron el borrico, le echaron encima los mantos, y Jesús se montó. (Mac 11,1) Jesús nos quiere libres, desatados.