30 de Octubre – Que bello es vivir – Evangelio tiempo ordinario

30 de Octubre – Que bello es vivir – Evangelio tiempo ordinario

Efesios 5, 21-33 / Lucas 13, 18-21
Salmo responsorial Sal 127, 1-5
R/. “¡Feliz el que teme al Señor!”

Santoral:
Santa Dorotea Swartz, San Alonso Rodríguez
y Beata Bienvenida

Que bello es vivir

Vivir, es vibrar cada instante, ante la emoción
de percibir la maravilla de la creación que nos rodea.

Vivir, es entender que cada minuto que transcurre no volverá,
es atraparlo intensamente, porque forma parte del tiempo
que sabemos que ha quedado en el ayer.

Vivir, es saber dar lo mejor de nosotros,
es vibrar en la bondad y llevar
a su máxima expresión nuestra capacidad de ser.

Vivir, es gozar los momentos bellos
y desafiarse a sí mismo ante las adversidades.

Vivir, es aprender más cada día,
es evolucionar y cambiar para hacer de nosotros
un ser mejor que ayer, un ser que justifica su existir.

Vivir, es amar intensamente a través de una caricia,
es escuchar en silencio la palabra del ser amado,
es perdonar sin réplica una ofensa,
es aspirar la presencia del otro,
es besar con pasión a quien nos ama.

Vivir, es contemplar apaciblemente la alegría de un niño,
escuchar al adolescente aceptando sus inquietudes
sin protestar, acompañar con gratitud la ancianidad en su soledad.

Vivir, es comprender al amigo ante la adversidad
y aunque se tengan mil argumentos
para contradecirlo o justificarlo,
finalmente sólo escucharlo,
es tener la capacidad de regocijarnos
ante sus triunfos y realización.

Vivir es sentir que nuestro existir no fue vano
y en la medida en que nos atrevamos
a dar lo mejor de nosotros en cada momento,
logremos manifestar la grandeza de nuestra alma para amar.

Vivir es vibrar y sentir,
es amar y gozar, es observar y superar,
es dar y aceptar, es comprender que
nuestro tiempo es lo único que poseemos
para realizar plenamente nuestro ser.

¡Qué bello es vivir!

Liturgia – Lecturas del día

Éste es un gran misterio: se refiere a Cristo y a la iglesia

Lectura de la carta del Apóstol san Pablo
a los cristianos de Éfeso
5, 21-33

Hermanos:
Sométanse los unos a los otros, por consideración a Cristo.

Las mujeres, a su propio marido como al Señor, porque el varón es la cabeza de la mujer, como Cristo es la Cabeza y el Salvador de la Iglesia, que es su Cuerpo.

Así como la Iglesia está sometida a Cristo, de la misma manera las mujeres deben respetar en todo a su marido.

Los maridos amen a su esposa, como, Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla. Él la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada.

Del mismo modo los maridos deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. El que ama a su esposa se ama a sí mismo. Nadie menosprecia a su propio cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida.

Así hace Cristo por la Iglesia, por nosotros, que somos los miembros de su Cuerpo. «Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos serán una sola carne».

Éste es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia.
En cuanto a ustedes, cada uno debe amar a su propia mujer como a sí mismo, y la esposa debe respetar a su marido.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL 127, 1-5

R. ¡Feliz el que teme al Señor!

¡Feliz el que teme al Señor
y sigue sus caminos!
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás feliz y todo te irá bien. R.

Tu esposa será como una vid fecunda,
en el seno de tu hogar;
tus hijos, como retoños de olivo
alrededor de tu mesa. R.

¡Así será bendecido el hombre que teme al Señor!
¡Que el Señor te bendiga desde Sión
todos los días de tu vida:
que contemples la paz de Jerusalén! R.

EVANGELIO

El grano creció y se convirtió en un arbusto a Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Lucas 13, 18-21

Jesús dijo:
«¿A qué se parece el Reino de Dios? ¿Con qué podré compararlo? Se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su huerta; creció, se convirtió en un arbusto y los pájaros del cielo se cobijaron en sus ramas».

Dijo también: «¿Con qué podré comparar el Reino de Dios? Se parece a un poco de levadura que una mujer mezcló con gran cantidad de harina, hasta que fermentó toda la masa».

Palabra del Señor.

Reflexión

Ef. 5, 21-33. El respeto mutuo entre los cristianos es en referencia a Cristo, Cabeza y Salvador de la Iglesia. En Él hemos sido hechos uno. No podemos, por tanto, vivir divididos o en envidias de unos para con otros.

Mientras llega el día de nuestra plena unión con el Señor, cuando Él vuelva al final del tiempo, hemos de vivir en una continua purificación, dejando que Cristo lleve a feliz término su obra salvadora en nosotros.

El Señor, queriendo presentarse a sí mismo a su Iglesia toda resplandeciente, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa e inmaculada, se entregó por nosotros. Así la vida matrimonial ha de ser un reflejo de toda esta obra salvadora de Cristo.

El Señor nos quiere limpios de todo aquello que deteriora nuestra vida de fe, nuestra vida de hijos de Dios, nuestra vida de Iglesia, Esposa de Cristo. Por eso hemos de acudir a Él para pedirle que nos ayude a no vivir esclavos de la maldad, sino libres de todo lo que pudiera afear en nosotros el Rostro resplandeciente del Señor.

Sepamos amarnos mutuamente, con un verdadero amor fraterno que nos lleve a procurar el bien de los demás, a estar dispuestos a perdonarnos mutuamente y a trabajar para que desaparezcan de entre nosotros toda clase de signos de pecado y de muerte.

Sal. 128 (127).

Temer al Señor no es tenerle miedo, sino ir por sus caminos. Dichoso quien lo hace pues disfrutará, junto con su familia, de la bendición del Señor. Y la bendición se traducirá en una esposa fecunda y en hijos que conviven en paz en torno a la misma mesa.

El Señor contempla a su Iglesia, que camina en el amor fiel en medio de angustias y persecuciones, pero siempre confiando en su Señor.

Y la bendición de Dios hacia nosotros es hacer que su Iglesia sea fecunda en hijos que vivan en paz en torno a nuestro único Dios y Padre.
Tratemos de vivir a profundidad nuestra fe; de vivir fraternalmente unidos y de dar razón de nuestra esperanza haciendo el bien a todos.

Sin embargo, reconociendo nuestra propia fragilidad, acudamos al Señor para que sea Él quien nos bendiga desde su santo cielo, y haga prósperas nuestras buenas obras todos los días de nuestra vida.

Lc. 13, 18-21.

El Reino es Cristo. El que se une a Él se hace parte del Reino. Y el inicio del Reino de Dios en nosotros no sólo fue como una pequeña semilla en sus orígenes, sino que lo sigue siendo en su inicio en cada uno de nosotros.

Ojalá y encuentre en nosotros un terreno fértil, de tal forma que el mundo entero pueda encontrar en la Iglesia no sólo refugio, sino la salvación, la paz, la alegría y la seguridad que nos viene de Dios, y que nos hace permanecer firmes en la realización del bien a favor de todos.

Efectivamente, teniendo a Cristo con nosotros y en nosotros podremos ser fermento de santidad en el mundo. Entonces desde la Iglesia, unida íntima y firmemente a su Señor por el amor, será posible construir un mundo renovado en Cristo; entonces podrá ser posible que el Reino de Dios se abra paso entre nosotros.

Pero puesto que la Fuerza Salvadora sólo procede de Dios no hemos de perder nuestra unión plena con Él mediante la oración y la fe que nos hacen vivir vigilantes ante el Señor que nos entrega su Palabra para que, encarnándola en nosotros, sea la que nos santifique.
Que el Señor nos conceda crecer interiormente de tal forma que podamos, con la gracia del mismo Dios, alcanzar nuestra plena madurez en Cristo Jesús.

El Señor nos reúne en esta Eucaristía para celebrar el Memorial de su Alianza nueva y eterna con la humanidad, por medio de la Iglesia.

Efectivamente entre Cristo y la Iglesia se realiza una Alianza más íntima y real que la alianza matrimonial entre un hombre y una mujer.

En verdad, como el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre, así el Hijo está en nosotros y nosotros en Él. Cristo Jesús es Cabeza de la Iglesia; Él nos ha amado de tal forma que se entregó a sí mismo para que estemos en su presencia con la belleza y el resplandor del mismo Dios. Y aun cuando vivimos en una continua conversión, vamos manifestando día a día, con mayor claridad, el Rostro Glorioso del Señor de la Iglesia.

Sólo de Dios depende, en su amor y misericordia para con nosotros, el que algún día lleguemos a la perfección de la Gloria a la que nos ha llamado. Por eso nuestra Eucaristía es un compromiso de vivir unidos a Él, pero al mismo tiempo es el compromiso de trabajar por el Reino de Cristo, en medio de los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra vida.
Seamos un Signo del amor hasta el extremo de Cristo por la humanidad entera.

Amemos como Cristo nos ha amado; perdonemos como Él nos ha perdonado; preocupémonos de hacer el bien a todos como Él lo ha hecho para con nosotros.
No podemos conformarnos con reunir multitudes, llenando grandes espacios para anunciarles a Cristo.

Es necesario descender hasta la vida y la atención personal, pues la fe es cuestión personal, aun cuando se viva en comunidad. No podemos estar tranquilos por la cantidad, sino por la calidad con que se viva la fe, pues no son los discursos en público, ni las oraciones masivas lo que compromete a las gentes en un compromiso personal con el Señor, ya que al paso del tiempo todo queda sólo en el recuerdo y en una vida bofa, sin consistencia en la fe que se pensaba tener, pero que sólo se había convertido en un espejismo engañoso. Hay máscaras muy hermosas, lástima que no tengan cerebro.

El Señor nos quiere como levadura capaz de fermentar toda la masa; nos quiere como semilla que encierra toda la potencialidad de la vida. Pero hay que involucrarse en la masa para hacerla alimento sabroso y sustancioso por la presencia en ella de la verdad, de la justicia, de la santidad, del amor y de la misericordia.

Hay que caer en tierra, no caminar embelesados entre las nubes; hay que tocar el dolor, el sufrimiento, las angustias, las pobrezas de nuestro prójimo y caminar con él para devolverle su dignidad humana y de hijo de Dios. Si no lo hacemos tal vez prediquemos disfrazados de Cristo, pero no encarnados en Él de tal forma que, desde la Iglesia, el mundo pueda experimentar la cercanía amorosa del Señor que hoy sigue siendo el Salvador de la humanidad entera.

Roguémosle a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de llegar a ser un verdadero signo de salvación para todos aquellos a quienes hemos sido enviados a Nombre de Cristo Jesús, Hijo de Dios y Hermano nuestro. Amén.

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