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LOS DIFUNTOS NOS CONFRONTAN

LOS DIFUNTOS NOS CONFRONTAN

Con la vida -ya resucitada- no con la muerte
BENJAMÍN FORCANO, teólogo, bforcanoc@gmail.com
MADRID

ECLESALIA, 31/10/14.- No creo engañarme si afirmo que la actitud predominante de la sociedad ante la muerte es el temor y el olvido. El temor porque, orgullosos de nuestro progreso técnico- materialista, identificamos la vida con la materia y la materia es corrupta. Y entonces es lógico el terror cuando llega el momento de la disolución: todo acaba, no queda sino la nada. Y el olvido, porque su recuerdo inquietante anularía nuestro empeño de vivir. Pero, ni el temor ni el olvido podrán borrar lo que nos pertenece: “Vendrá, saldrá de mí. La llevo dentro desde que soy. Y voy hacia su encuentro con todo el peso de mis años vivos. Pero vendrá… para pasar de largo. Y en la centella de su beso amargo vendremos Dios y yo definitivos” (Pedro Casaldáliga).
En realidad, por más que sepamos que vendrá, no es para pensarla y celebrarla en ese “vendremos Dios y yo definitivos”, sino para atrincherarnos con un “Yo no sé”, “Yo soy ateo”. Seguro que a muchos han impactado las declaraciones del eminente científico Hawking: “No creo en Dios, soy ateo”.
Ciertamente, la ciencia nos da hoy una visión menos ingenua que la del pasado, hasta decirnos que Dios no es necesario para explicar el Big-Bang , ni la potencialidad del vacío cuántico y que llegará a conocer todo lo que es inteligible, dejando para Dios cada vez menos espacio : simplemente porque lo primero es la materia y el pensamiento surge de la materia y todo existe porque sí, no porque alguien, -una mente referida a una persona- lo quiso. Todo surgió en un momento dado: el big-bang y después vino toda la historia del universo. Preguntarse por el sentido y finalidad de ese universo sería una enfermedad de la mente.
Pero también renombrados científicos sostienen que la Física sólo puede hablar de lo que sabe, no de Dios. Y las opiniones que Hawking hace no pertenecen a la Física, y es obvio que por su gran prestigio tengan un peso enorme. A los creyentes de hoy, nos encanta la voz y aportación de la ciencia: “No podíamos dejar de encontrarnos, vuestro camino es el nuestro, vuestros senderos no son nunca extraños a los nuestros” (Concilio Vaticano II, Mensaje a los hombres del pensamiento y de la ciencia). Desde la ciencia podemos afirmar que el big-bang no es la creación del mundo, sino una explicación de cómo comenzó, y existen otras explicaciones para explicar ese comienzo.
Nuestra proclamación de que Dios es Creador del Cielo y de la Tierra equivale a decir que todo viene de una mente que lo ve, de un amor que se comunica. Esto nunca lo podrá descubrir ni desmentir la Física. Decir que en el principio está la mente y el amor –una persona- es el camino para responder a las preguntas del sentido y de la finalidad, del por qué y para qué. No tenemos respuesta ciertamente para todas las preguntas, pero sí para afirmar que el amor y la inteligencia que estuvieron en el origen, acompañan todo nuestro proceso, llegan hasta nosotros y seguirán siendo realidad aún cuando al Sol se le agote toda su fuente de energía. No sabemos hasta dónde llegaremos a conocer todo lo inteligible, pero nuestra dinámica hacia el ser y el amor subyacen en la entraña de nuestra naturaleza, no es una ilusión.
A lo dicho conviene añadir algo que modernamente es relegado al armario de lo obsoleto e irrelevante: la entrada en la historia de Jesús de Nazaret, que ha puesto tiempo, contenido y meta a esa búsqueda de la ciencia: “Os hablo de Jesús el Nazareno… Os lo entregaron, y vosotros lo matasteis en una cruz. (Hch 2, 22-24). “Dios resucitó a este Jesús, y todos nosotros somos testigos. Entérese bien todo Israel de que Dios ha constituido Señor y Mesías al mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis (Hch 2,32,36).
Entérese bien esta sociedad globalizada, locamente consumista: el ser humano es el único que sabe que ha de morir, el único que puede preguntarse por el destino final de su vida.
Lo razonable es proyectar el viaje con la muerte puesto que no podemos descartarla. La muerte biológica acompaña una sola vez, a cada uno, es definitiva. Y entiendo el dolor, el desespero o la amarga serenidad de quien piensa que, tras la muerte, viene la nada. Entiendo que muchos no se resignen y esperen alguna solución positiva, pues la justicia no debe ser derrotada ni las utopías vencidas. Entiendo y admiro su búsqueda. Los cristianos anunciamos que está búsqueda ha quedado esclarecida por la vida y resurrección de Jesús: la trascendencia, objeto de la ciencia, de la ética y de la filosofía, ha recibido luz, nombre y respuesta en Jesús de Nazaret. Lo sabe el Occidente cristiano, lo sabe la Ilustración y la Modernidad que, haciendo justa crítica de muchos errores y desafueros de la fe y teología cristianas, la han relegado como impropia de la mayoría de edad de una humanidad emancipada.
A Jesús de Nazaret, el crucificado, el fracasado a los ojos de los hombres y de los poderes de este mundo, Dios, que hizo salir las cosas de la nada, lo sustrajo a la muerte y lo hizo entrar en la plenitud de la vida, en el abrazo definitivo con Dios, principio y fin, alfa y omega de todo ser. La muerte no tuvo en Jesús la última palabra, ni la tendrá en ningún ser humano. “¡Buscáis a Jesús Nazareno el crucificado, ha resucitado, no está aquí!”. Entérese todo el mundo: Nunca, de nadie, en ningún lugar, se dijo lo que de Jesús de Nazaret: ha resucitado.
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