CELIBATO Y SEXUALIDAD

JOSÉ Mª RIVAS CONDE, CORIMAYO@telefonica.net
MADRID.

ECLESALIA, 22/07/10.- Paso aquí a lo que dejé pendiente en “El celibato denostable” (ECLESALIA 06/07/10), sobre una diversa concepción subyacente de la sexualidad en la iglesia latina y en la persa del siglo V.

Recalco que no hablo de la faz de ambas concepciones, ya conocidas. La del occidente latino quedó plasmada en la conclusión que el papa Siricio (384-399) sacó de su doctrina sobre la pecaminosidad de la relación sexual, aunque fuera conyugal. Aquello de: «No conviene confiar el misterio de Dios a hombres de ese modo corrompidos y desleales, en los cuales la santidad del cuerpo se entiende profanada con la inmundicia de la incontinencia» (P.L. XIII: 1186, 14-19). La de la persa puede percibirse en la síntesis de los motivos en que su concilio de Beth Edraï (486) basó su decisión de acabar con toda restricción clerogámica: «Porque el matrimonio legítimo y la procreación de los hijos, ya sea antes o después del sacerdocio, son buenos y aceptables a los ojos de Dios» (“Sacerdocio y Celibato”: BAC. 1971. Págs. 292-293).

Me refiero al sustrato –ahora ya tal vez sólo poso– de dichas concepciones. Dije en “El celibato inválido” (ECLESALIA 04/06/10), que ya nadie comparte expresa y formalmente las ideas de Siricio. Pero la vigencia oficial de su doctrina permaneció hasta el siglo pasado y sus leños ardieron prácticamente hasta la Casti connubii (1930), encíclica en la que Pío XI restringió la pecaminosidad de la relación conyugal a la tenida impidiendo de forma artificial la fecundación, y afirmó fines secundarios del matri­monio, la mutua ayuda, el fomento del amor mutuo y la seda­ción de la “concupiscencia”.

Fue un cambio sustantivo, aunque deficitario, que posteriores documentos, por ejem­plo la Gaudium et Spes, han complementado. Con todo, no parece que se haya acabado de eliminar por completo ese sustrato o como poso. El que ineludiblemente ha tenido que dejar una tan larga vigencia oficial y explícita, como la de la doctrina de Siricio. Casi dieciséis siglos. Y sería revelador a este respecto saber a cuántos espectadores cristianos –católicos o no– siguen ahora sin chirriarles las ideas que, sobre el matrimonio y la virginidad, vierte como posicionamiento católico vigente, el “abogado del diablo” en la película “El tercer milagro”.

En la iglesia latina la sexualidad parecería entenderse a la manera más bien de depósito de agua, cuyo grifo puede uno abrir y cerrar simplemente a voluntad. Es lo más afín con su tenacidad en rechazar cambio alguno en la tradición del postsiciricio –salvo las pequeñas transigencias de los últimos sesenta años– y con su persistente planteamiento marcadamente sancionador, así como con la actual recrudescencia del celo punitivo ante los casos de pederastia divulgados. Para ella el fallo y causa de lo sucedido está esencialmente en la voluntad del hombre. Incluso lo mucho de formativo y de ascesis preventiva, en que sobreabunda su enfoque, da la sensación de concebirse armadura contra la tentación de “abrir el grifo”.

Por el contrario, aquella iglesia persa parece apuntar a una sexualidad entendida como corriente de agua, que va creciendo hasta correr con ímpetu, aunque de ordinario afloje –tal vez sólo en su componente considerado más externo y “carnal”– al llegar al remanso de la ancianidad. Una corriente que, cuando aumenta su caudal por “lluvias o tormentas”, tanto mayor riesgo tiene de desbordarse por las cotas bajas de las riberas de su cauce, cuanto más angosto y “superficial” sea éste. Una corriente que, salvo que se cuente con un don excepcional –¡no que con toda sinceridad e ilusión se crea poseer!–, lo más fácil es que termine desbordándose cuando encuentra su cauce obstruido, por más sacos terreros que se pongan y por más terraplenes que se levanten. ¡Y con tanto mayor destrozo y desolación, cuanto más eficaz sea la obstrucción! Esto es lo más coherente –aunque la iglesia persa no lo expresara así– con su extirpación mencionada de toda restricción clerogámica, sin exceptuar de ella ni al “catholicós» –es decir, al patriarca– en atención a los que no podían contenerse y a los males que este hecho había causado.

La invocación exculpatoria –que a veces se hace– de la existencia en todos los grupos, hasta en el de los casados, de vida sexual extramatrimonial y de perversiones de toda índole, encaja mejor con la concepción latina. Sólo entendiéndolas simple “apertura del grifo” puede explicarse el peso que en ella tiene lo punitivo y que los centros de formación sacerdotal no sean, pese a los “sucesos”, coladero de gente psicológicamente inmadura o sexualmente desviada, a veces hasta la perversión. Esto último es cosa del todo inadmisible, dadas las exigentes y restrictivas normas selectivas existentes y durando tanto tiempo la formación, período a la vez de criba muy tupida.

El fácil a fortiori de esa invocación –si en todos los grupos, cuánto más en el de quienes tienen ocluido por el motivo que fuere el cauce natural de la sexualidad–, casa más bien con la concepción persa, en cuanto que los quebrantamientos del celibato, aunque supongan desviación e incluso perversión, pueden tenerse por “desbordamientos de la corriente” –más o menos destructivos y desoladores según el caso–, sin dar pie con ello a que asalte ni la duda de si los seminarios serán coladero de nada; ni a considerar depravados innatos a los violadores del celibato; sino hombres siempre expuestos, pese a su ilusión y generosidad, al riesgo que en sí mismo entraña aquello de “no es bueno que el hombre esté sólo” (Gn 2,18). Es riesgo que no desaparece por ser célibe –como se supone al exhortar a oración, a ascesis específica, etc.–; sino que reside precisamente en el hecho mismo de serlo.

Con la primera concepción sintoniza bastante la relegación a segundo plano del origen creacional de la sexualidad. De los varios datos que lo indican, me limito ahora al que tal vez sea más significativo: el hecho de referirse a ella con el término “concupiscencia”. Como cuando expresamente se dice que el matrimonio es su remedio. Obviamente sin perder el aplomo. Pues, ni se advierte que así se lleva a pensar que no es obra del Creador la sexualidad, sino propensión “natural” –a consecuencia del pecado original– de los seres humanos a obrar el mal. Es el concepto general de concupiscencia y, el particular restringido al tema, “apetito desordenado de placeres deshonestos”. Así, cuando menos se da a la sexualidad aire de lujuria, por no decir que se identifica, ya que ésta también se define como “apetito desordenado de deleites carnales”.

Bajo el montón de pensamientos ennoblecedores, con que es usual orlar el matrimonio, parece percibirse a causa de ello un rumor de fondo interferente que lo presenta, al final de cuentas, como especie de burdel estable –particular y privativo de dirección recíproca–, en el que legítimamente se puede satisfacer la propensión desordenada, afirmada consecuencia del pecado original, que se dice padecer el hombre hacia los placeres deshonestos. Lo comparable entonces con un depósito de agua, más que la sexualidad es la concupiscencia, cuyo grifo se tiene por honesto abrir, cuando se trata de regar el huerto del matrimonio, aunque en sí misma sea deseo desordenado de “carnalidad”. ¡Sabe tanto a papa Siricio…! Y no es que se piense que el fin justifica los medios; sino simple inercia histórica o, a lo sumo, desvelo por evitar los males mayores que la experiencia prevé seguros en razón de la concupiscencia carnal.

Es degradación de la sexualidad, cuyo origen estuvo en la doctrina dualista bullente en la época de ese papa. En ella, en efecto, la sexualidad no se concibe obra del Creador único; sino de un agente del mal contrapuesto a Él; agente que hoy podría verse personificado en “la carne”, uno de los tres enemigos del hombre a los que, en distintos momentos litúrgicos, se pide al creyente renunciar.

Por el contrario, con la concepción persa parece cuadrar más la idea de una sexualidad creacional, de existencia anterior al pecado e independiente de él. Es lo acorde con su afirmación: «el matrimonio legítimo y la procreación de los hijos [… siempre] son buenos y aceptables a los ojos de Dios». El pecado no se debe en realidad a ninguna cosa creada; sino que tan sólo nace del corazón del hombre (Mt 15,19), de su falta de amor síntesis de la Ley y los Profetas. La sexualidad de ninguna manera puede considerarse mala; ni en sí misma desordenada; ni en modo alguno infectada por el pecado. Los hombres no tenemos tanto poder como para vencer a Dios, como sucedería si nuestros pecados pudieran pervertir la bondad intrínseca de lo creado por Él. Tan sólo lo tenemos para disponer de ello para bien o para mal, según las miras de nuestro corazón; no según la entidad de las cosas, muy buenas todas ellas en sí mismas (Gn 1,31).

El matrimonio no es en absoluto remedio de la concupiscencia; sino culmen de la sexualidad creacional. Culmen radiante de gozo. Un gozo sintetizable en el entusiasmo de Adán al encontrarse con Eva, tras pasar revista a todos los animales de la creación antes de que ella fuera formada y antes del pecado: «¡Ésta sí que es carne de mi carne y huesos de mis huesos!» (Gn 2,20-23). Un gozo abierto a la redundancia de los hijos (Gn 1,28), buscada con la sensatez y la responsabilidad que corresponden al hombre.

De su soledad en el mundo es de lo único de lo que es remedio el matrimonio. Ella es la que el Creador juzgó perniciosa para la vida terrenal del hombre y la que quiso evitar con la creación de la mujer (Gn 2,18). Remedio tanto más eficaz cuanto más profunda y amplia sea la fusión afectiva de los dos en el día a día, como “carne de mi carne y hueso de mis huesos”. Más aún, en el momento de la unión corporal. La sexualidad no es dominio del hombre sobre la mujer, ni al revés. Tampoco primariamente posesión mutua, aunque ésta se dé; sino especie de amalgama de acogida y de entrega recíprocas, como a “carne de mi carme y huesos de mis huesos”. Sin limitaciones respectivas por egoísmos personales; sin imposiciones mutuas de la personalidad propia; sin reproches de la singularidad específica del otro. Esta es la senda que lleva y realiza la transformación del hombre y de la mujer en una única carne indisoluble, cual es el ideal del matrimonio (Mt 19,4-6). Carne en el sentido bíblico de la palabra: creatura temporal, limitada y frágil (Jr 17,5-6), sentido en el que hasta los vegetales son carne.

Según la concepción que se tenga de la sexualidad, la unidad corporal en cuanto acto puede leerse, bien como “apertura del grifo de la concupiscencia” –que, aunque pecaminosa, resulta o no tolerable según sea o no extramatrimonial y de la que se es inmediatamente responsable–; bien como “desbordamiento anegador de la corriente de la sexualidad” –con responsabilidad mediata cuando se produce por no dinamitar a tiempo la obstrucción del cauce–; bien como cresta del propio fluir de la corriente, destello de la superación de la soledad del ser humano y plasmación plena de la comunión del hombre y la mujer en una sola creatura de amor y carnalidad.

Poner el acento en la carnalidad, aunque luego no deje de recalcarse la unidad afectiva como aditamento suyo enriquecedor situado por encima de ella –no entrañado en ella–, y más colocar sólo en la misma el horizonte del ser una sola creatura, lleva a tener la sexualidad por simple hambre de sexo, que puede saciarse con sólo “comer” hasta en “comedero”. No puede reducirse a eso el matrimonio sin vilipendiarlo. La sexualidad es hambre de amor y de comunión afectiva hasta la plenitud de la unidad más íntima que es posible en este mundo; hasta la unificación profunda de amor y sexo y encuentro interactivo de sexo y amor.

Con la primera concepción sintoniza la exhortación a orar, que se hace al obligado a celibato, en la confianza de la liberalidad de Dios, a fin de obtener firmeza de voluntad y no ceder a la tentación (Presbyterorum Ordinis 16,3). Sintoniza también con los motivos aducidos a favor de esa confianza: «Porque Dios no lo niega a quienes rectamente se lo piden, “ni tolera que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas (1Cor 10,13)”» (Trento: canon 9 sobre el sacramento del matrimonio).

Sin embargo, en la concepción de la sexualidad como tendencia presente en el hombre desde su creación y tan natural en él como lo son otras muchas cosas –por ejemplo, la dentición–, el hecho de ratificar la disciplina celibataria, «confiando que el don del celibato será liberalmente concedido por el Padre, con tal de que […se pida] humilde e instantemente» (P.O. 16,3), suena bastante a súplica de milagro.

Súplica similar al ruego por que unos determinados trozos de plomo tengan la capacidad de flotar, en atención –referido al celibato– de la excepcionalidad cristiana y sacerdotal que se afirma tener él. Milagro innecesario; que no fue Dios quien lo ligó al orden sacerdotal (P.O 16,1); sino que fue la iglesia quien lo impuso, como reconoce el propio episcopado (P.O. 16,3). Y el hacerlo ella no anula el requerimiento paulino, comúnmente tenido –al contrario que en la ley canónica– por palabra de Dios (1Tim 2,2; Tit 1,6). Ni tampoco anula el dato de no haber considerado nuestro “camino, verdad y vida” necesario el celibato, ni para ser el primer Petros de su Iglesia. La “societaria romana” muy seguramente hubiera tenido otro semblante y otras maneras, si ninguno de los papas célibes –al inicio también los hubo desposados– se hubiera conducido tan por bajo del nivel del casado Simón Bayona (Mt 8,14).

La sexualidad es como natural tirón plúmbeo hacia abajo, que no hacia arriba: hacia la vida de ángeles para todos anunciada tras la resurrección (Lc 20,34-35). En ésta en modo alguno existirá soledad a la que se haya de poner remedio. Ella es en sí misma acogida y entrega plenas de Dios al hombre y de éste a Dios, en unidad comparable a la de carne de mi carne y hueso de mis huesos (Ap 19,7), como de padre e hijo hasta el éxtasis de verle tal cual es (1Jn 3,1-2). Precisamente de esta plenitud de compañía que reporta ser elevados al nivel mismo de Dios, hasta sentársenos en el trono de Jesús y de su Padre (Ap 3,21), es símbolo esplendente y como esbozo (Ef 5,31-32), la unidad terrenal indisoluble del hombre y la mujer en un único ser completo desligado de padre y madre (Mt 19,5).

Desde la perspectiva de ese tirón propio del ser del hombre, la apelación a 1Cor 10,13 en la exhortación a orar para no «abrasarse», evoca el momento en que el tentador invocó la Escritura al decirle a Jesús: “Tírate abajo, porque está escrito: «A sus ángeles ha ordenado que cuiden de ti, y te llevarán en sus manos para que tu pie no vaya a tropezar con una piedra»”. Todos sabemos la respuesta: “También está escrito: «No tentarás al Señor tu Dios» (Mt 4, 6); sino que, «si no pueden guardar continencia, que se casen» (1Cor 7,9)”.

Salvo excepciones debidas a la iniciativa de Dios (1Cor 7,7) –tal vez sólo escrutable en cada caso, no por idealismos ni compromisos legales, sino a través de las concretas circunstancias de la vida de cada uno–, ningún hombre goza por sí de poder para guardar continencia. Es incapacidad inscrita en su entraña y, como otras muchas cosas, límite de la especificidad peculiar de su “ser temporal, limitado y frágil”, tal cual la diseñó el Creador único y bueno. De ahí que la imposición del celibato por ley al orden sacerdotal, pueda incluso parecer –además de ser derogable y carecer por ello de repercusión eterna– intento de enmendarle la plana a Dios. Intento tan vano como gritan la historia de su incumplimiento y su doloroso reguero de vidas hundidas, de psicologías destrozadas, de generosas ilusiones truncadas, de injusticias con terceros, etc.

Al menos no parece que Pedro dejara de valorarlo como forma de «poner vetos a Dios» (Hch 11,17). Aun cuando segurísimo que él no dudaría en absoluto de la buena fe de sus sucesores al decretar la ley y mantenerla. Como cierto que no dudó lo más mínimo de la suya propia, cuando reconvino a Jesús con ocasión de su anuncio de la pasión. Sin embargo la respuesta que recibió fue: «¡Vete de ahí; quítateme de mi vista, Satanás! ¡Incitación a pecado eres para mí, pues tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16,23).

Éste es el denuesto más primario que merece la ley del celibato. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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