Homilía en la ordenación del diácono, D. Esteban David Torres

HOMILIA EN LA ÓRDENACIÓN DEL DIÁCONO,
D. ESTEBAN DAVID TORRES RACERO
XXIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
 
 
 
Queridos hermanos sacerdotes.
Sr. Deán Presidente del Cabildo de la SAI Catedral Metropolitana y Sr. Vicario para el clero
Rectores de los Seminarios diocesanos Redemptoris Mater y San Cecilio, y formadores
Querido Esteban David, que vas a recibir el Orden sagrado de diaconado.
Queridos familiares del nuevo diácono y los que lo acompañáis de otros lugares.
Queridos seminaristas.
Queridos consagrados, hermanos y hermanas en el Señor.
 
 
  En primer lugar quiero hacer presente al Sr. Arzobispo que esta mañana no ha podido estar aquí para ordenar a este nuevo diácono, como habría sido su deseo, por tener otro asunto pastoral en este día.
 
  Para mí es un gozo poder ordenar hoy a este seminarista como diácono para esta Iglesia de Granada, y desde ella para la Iglesia que es católica, universal.
 
  Recibes hoy, querido hermano, el sacramento del Orden en el grado del diaconado. Es la respuesta de Dios a su llamada primera que hoy se ve confirmada por la consagración y el envío. Eres, por tanto, un llamado, consagrado y enviado. Don y misión que te capacitan,  por la imposición de manos del Obispo y la oración consecratoria, para ser servidor del Evangelio en la Iglesia y en el mundo.
 
  El sacramento te cambia, querido hermano, no es sólo un instrumento para que puedas obrar de un modo determinado; es la gracia que te transforma en servidor. Toda tu vida es desde hoy servicio. Lo que eres, lo que piensas, lo que sientes, lo que tienes, lo que esperas llegar a ser, ya no es tuyo, es del Señor, y desde Él, de los hermanos. Ser diácono no es una función sin más, es una vocación que toca y marca la propia esencia de tu ser. El servicio es entender y vivir la vida como la entendió y la vivió Cristo, nuestro Señor. El modelo de tu servicio ha de ser siempre el modelo del Evangelio. Cristo Siervo ha de inspirar cada momento de tu vida, cada rincón de tu existencia. Con Él lo podrás todo, sin Él no podrás nada.
 
  La Palabra de Dios de este domingo, que acabamos de proclamar, viene a iluminar la vida de cada uno de los oyentes, y también lo que ahora celebramos.
 
1. “Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel; mientras las tenía bajadas, vencía Amalec”, nos dice el libro del Éxodo. Las manos extendidas hacia el cielo son el signo de un hombre que mira más allá, que confía. Es el hombre que ha puesto su confianza en el Señor. No se rinde porque está seguro. Sabe bien Moisés de dónde le viene el auxilio, el auxilio viene del Señor. Todo hace suponer que va a perder porque el enemigo es más fuerte, sin embargo, la fe sale al encuentro para asegurar que todo lo podemos en Aquel que es nuestra fortaleza, el que tiene en su mano el destino del mundo y de los hombres
 
  Llama la atención que el texto Sagrado no nos habla del estado anímico de las tropas de Amalec, sin embargo, nos dice que  Moisés sentía el cansancio. Esto ocurre también en nuestro ministerio, llega el cansancio; en muchos momentos pueden faltar las fuerzas, y hasta la ilusión. Pues mientras tengamos los brazos elevados al cielo vencerá el bien y la verdad, seremos fuertes en medio de la debilidad. Esta es la fórmula ante nuestra fragilidad, manifestada también en el ministerio, tener elevados los brazos, es decir, la oración, la intimidad con el Señor.
 
  La oración de Moisés es la oración de intercesión. Moisés, como Abraham, o el mismo Cristo, interceden por el pueblo como un verdadero acto de amor. Orar por el pueblo que se nos ha encomendado es un acto de amor. Estamos llamados a predicar, a celebrar los sacramentos, a vivir la caridad, pero también a rezar por el pueblo. Este ministerio no se ve, es callado, no aparece en la opinión pública, quizás tampoco lo agradezcan los hombres, sin embargo, es un servicio eficaz, es el amor puro del padre y hermano que trae ante el Señor a su pueblo, con nombres y apellidos, con situaciones y circunstancias reales. Que hermosa la oración del obispo, del presbítero, del diácono por su pueblo. Siempre recuerdo la historia de conversión de Thomas Merton, que él mismo cuenta en “La montaña de los siete círculos”. He estado siempre convertido, dice, que mi conversión tuvo que ver la oración de alguien anónimo, no sé quién es, quizás él tampoco me conoce. En el cielo nos veremos.
 
  Mientras Josué lucha, Moisés ora; ambas acciones están íntimamente relacionadas. Oración y acción son la dos elementos de la vida de fe, y, por tanto, de la vida ministerial. El verdadero servicio, tu servicio, sólo pude ser fruto de la oración y de la escucha atenta de la Palabra
 
2. El Evangelio nos trae hoy el ejemplo de la petición de una viuda que rompe el corazón endurecido del juez. Esta parábola viene a ilustrar la exhortación del Señor: “Es necesario orar siempre, sin desfallecer”. La oración ha de ser continua y paciente; fiel y del corazón.
 
  En lo más profundo de nuestra oración está el deseo. Como dice San Agustín: “Tu deseo es tu oración; si tu deseo es continuo, tu oración también es continua”. ¿Cómo orar siempre, cómo orar sin desfallecer en medio de las ocupaciones y preocupaciones? Orar en el interior, orar desde el interior. Si no quieres dejar de orar no dejes de desear, nos dice también el santo de Hipona
 
  La oración es también expresión viva de la caridad. El que ama ora, y el que hora es llevado a amar. Recojo nuevamente las palabras de San Agustín “La caridad que se enfría es el corazón que se calla; la caridad que quema es el corazón que grita”
 
3. Querido Esteban, San Pablo en su segunda carta a Timoteo le pide que conserve lo que ha aprendido y lo que se le ha confiado. Hoy estas palabras vienen pronunciadas de un modo especial para ti que va a ser ministro de Cristo, es decir, al que se le va a confiar el don del ministerio. Conservar lo que has aprendido no es guardarlo para que no se pierda, sino ponerlo en activo, refrendarlo con tu vida para llevarlo a los demás; es difundirlo con fidelidad, audacia e ilusión. Esto nos exige, te exige, el conocimiento y trato cotidiano con la Palabra de Dios. Como dice San Jerónimo: “Desconocer las Escrituras es desconocer a Cristo”.
 
  La Palabra de Dios es una palabra que enseña, arguye, corrige, educa; por eso, predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, con magnanimidad y doctrina.
 
4. Querido hermano, en esta celebración, y antes de la imposición de mis manos, has de hacer promesa de vivir una vida en celibato para siempre. También prometerás obediencia a tu Obispo y unirte cada día a la oración de la Iglesia por el rezo de la Liturgia de las Horas.
   
  Si todos los cristianos estamos llamados a la santidad, los ministros ordenados –obispo, presbítero, diacono-  lo estamos por un título especial.  Es verdad que somos pecadores, y que tenemos debilidades, por eso, cada día, hemos de pedir la gracia para ser y vivir según lo que somos. Nuestra persona, nuestra vida, está puesta en la atalaya de la Iglesia para ser signo, sacramento de la presencia de Dios delante del pueblo. La santidad en nuestra vida no puede ser algo extraordinario, sino lo más ordinario. El mismo Jesús le dice a Pablo: “Te basta mi gracia” (2 Cor 19,9).
 
    En este ministerio para el que ahora eres ordenado, has de vivir de modo célibe. El celibato es la expresión de un corazón indiviso. No permitas que esta condición de tu vida se convierta en una carga pesada; lo que es don no puede ser una carga. Puede ser que algunos no te comprendan, incluso que tu corazón humano, en alguna ocasión, encuentre también dificultades para aceptar una vida célibe, siempre abrázate a la cruz del Señor y pon en Él tu gozo y tu recompensa, Dios nunca falla. El dicho popular: “Cuídate y te cuidaré” es oportuno; apártate de lo que no te conviene y vive en coherencia lo que eres, el Señor pondrá lo demás. No olvide nunca, querido Esteban, que en la vida cualquier cosa sólo alcanza sentido por el amor. Si el celibato no es por amor no tiene sentido, sólo se deja un amor por otro mayor, solo se renuncia a lo penúltimo por lo último.
 
  La obediencia es un don precioso de nuestra vida que se pone en las manos de Dios para hacer en todo tu voluntad. No es una renuncia tu libertad, sino todo lo contrario. Es la puesta de tu libertad al servicio del amor de Dios. Ser obediente como Cristo, es ser instrumento de salvación. El Señor aprendió sufriendo a obedecer, por eso se convirtió en causa de salvación eterna. Y tú, ¿por qué no puede ser instrumento de salvación para los demás por tu obediencia?
 
  La Liturgia de las Horas te llevará cada día al manantial de nuestra fe. Bebe en ella y encontrarás la fuerza para empezar cada día de nuevo. Rézala con paz, con dedicación, y abierto a lo que el Señor quiera decirte y por donde quiera conducirte.
 
  En definitiva, nuestro ministerio ha de ser un ministerio de misericordia. No lo olvides, vivir en la misericordia del Padre para tener misericordia con los demás. Que los que se acerquen a ti vean y experimenten el rostro de la misericordia de Dios. Sé tú oasis de misericordia para los que se acerquen a tu ministerio.
 
5. “Pero cuándo venga el Hijo del hombre encontrará esta fe en la tierra?, es la fuerte interpelación que nos lanza el Evangelio. Hemos de recibirla como una:
 
  Llamada a la conversión.
  Llamada a la esperanza activa.
  Llamada a la misión.
 6. Os invito a dirigir nuestra mirada  a la Virgen, y hoy quiero hacerlo con la hermosa oración de San Manuel González, el Obispo de la Eucaristía, el Obispo de la Caridad:
 “¡Madre Inmaculada! ¡Qué no nos cansemos! ¡Madre nuestra! ¡Una petición! ¡Que no nos cansemos!
Si, aunque el desaliento por el poco fruto o por la ingratitud nos asalte, aunque la flaqueza nos ablande, aunque el furor del enemigo nos persiga y nos calumnie, aunque nos falten el dinero y los auxilios humano, aunque vinieran al suelo nuestras obras y tuviéramos que empezar de nuevo… ¡Madre querida!… ¡Que no nos cansemos!
Firmes, decididos, alentados, sonrientes siempre, con los ojos de la cara fijos en el prójimo y en sus necesidades, para socorrerlos, y con los ojos del alma fijos en el Corazón de Jesús que está en el Sagrario, ocupemos nuestro puesto, el que a cada uno nos ha señalado Dios.
¡Nada de volver la cara atrás!, ¡Nada de cruzarse de brazos!, ¡Nada de estériles lamentos! Mientras nos quede una gota de sangre que derramar, unas monedas que repartir, un poco de energía que gastar, una palabra que decir, un aliento de nuestro corazón, un poco de fuerza en nuestras manos o en nuestros pies, que puedan  servir para dar gloria a Él y a Ti y para hacer un poco de bien a nuestros hermanos… ¡Madre mía, por última vez! ¡Morir antes que cansarnos!”
 
                                   + Ginés, Obispo de Guadix