Las dudas del creyente

Las dudas del creyente

       No es fácil responder con sinceridad a esa pregunta que Jesús hace a Pedro en el momento mismo en que lo salva de las aguas: «¿Por qué has dudado?».

A veces las más hondas convicciones se nos desvanecen y los ojos del alma se nos turban sin saber exactamente por qué.

Principios aceptados hasta entonces como inconmovibles comienzan a tambalearse y se despierta en nosotros la tentación de abandonarlo todo sin reconstruir nada nuevo.

Otras veces, el misterio de Dios se nos hace agobiante y abrumador. La última palabra sobre mi vida se me escapa y es duro abandonarse al misterio.

Mi razón sigue buscando insatisfecha una luz clara e irrefutable que no encuentra ni podrá jamás encontrar.

No pocas veces, la superficialidad y ligereza de nuestra vida cotidiana y el culto secreto a tantos ídolos nos sumergen en largas crisis de indiferencia y escepticismo interior, con la sensación de haber perdido realmente a Dios.

Si somos sinceros, hemos de confesar que hay una distancia enorme entre el creyente que profesamos ser y el creyente que somos en realidad.

¿Qué hacer al constatar en nosotros una fe a veces tan frágil y vacilante? Lo primero es no desesperar ni asustarse al descubrir en nosotros dudas y vacilaciones.

La búsqueda de Dios se vive casi siempre en la inseguridad, la oscuridad y el riesgo. A Dios se le busca «a tientas». Y no hemos de olvidar que muchas veces «la fe genuina sólo puede aparecer como duda superada».

Lo importante es aceptar el misterio de Dios con el corazón abierto. Nuestra fe depende de la verdad de nuestra relación con Dios.

No hay que esperar a que nuestros interrogantes y dudas se encuentren resueltos, para vivir en verdad ante ese Dios. Por eso, lo importante es saber gritar como Pedro: «Señor, sálvame».

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