Mensaje del Santo Padre Francisco para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2014

Pontificio Consejo para la Pastoral de los Emigrantes e Itinerantes

«Emigrantes y refugiados: hacia un mundo mejor»
Queridos hermanos y hermanas:
Nuestras sociedades están experimentando, como nunca antes
había sucedido en la historia, procesos de mutua interdependencia
e interacción a nivel global, que, si bien es verdad que comportan
elementos problemáticos o negativos, tienen el objetivo de mejorar
las condiciones de vida de la familia humana, no solo en el aspecto
económico, sino también en el político y cultural. Toda persona
pertenece a la humanidad y comparte con la entera familia de los
pueblos la esperanza de un futuro mejor. De esta constatación nace
el tema que he elegido para la Jornada Mundial del Emigrante
y del Refugiado de este año: «Emigrantes y refugiados: hacia un
mundo mejor».
Entre los resultados de los cambios modernos, el creciente fenómeno
de la movilidad humana emerge como un «signo de los tiempos
»; así lo ha definido el papa Benedicto XVI1. Si, por un lado,
las migraciones ponen de manifiesto frecuentemente las carencias y
lagunas de los Estados y de la comunidad internacional, por otro, revelan
también las aspiraciones de la humanidad de vivir la unidad en
el respeto de las diferencias, la acogida y la hospitalidad que hacen
posible la equitativa distribución de los bienes de la tierra, la tutela
y la promoción de la dignidad y la centralidad de todo ser humano.
1 Cf. Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado 2006.
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Desde el punto de vista cristiano, también en los fenómenos migratorios,
al igual que en otras realidades humanas, se verifica la
tensión entre la belleza de la creación, marcada por la gracia y la
redención, y el misterio del pecado. El rechazo, la discriminación y
el tráfico de la explotación, el dolor y la muerte se contraponen a la
solidaridad y la acogida, a los gestos de fraternidad y de comprensión.
Despiertan una gran preocupación sobre todo las situaciones
en las que la migración no es solo forzada, sino que se realiza
incluso a través de varias modalidades de trata de personas y de
reducción a la esclavitud. El «trabajo esclavo» es hoy moneda corriente.
Sin embargo, y a pesar de los problemas, los riesgos y las
dificultades que se deben afrontar, lo que anima a tantos emigrantes
y refugiados es el binomio confianza y esperanza; ellos llevan
en el corazón el deseo de un futuro mejor, no solo para ellos, sino
también para sus familias y personas queridas.
¿Qué supone la creación de un «mundo mejor»? Esta expresión
no alude ingenuamente a concepciones abstractas o a realidades
inalcanzables, sino que orienta más bien a buscar un desarrollo
auténtico e integral, a trabajar para que haya condiciones de vida
dignas para todos, para que sea respetada, custodiada y cultivada
la creación que Dios nos ha entregado. El venerable Pablo VI describía
con estas palabras las aspiraciones de los hombres de hoy:
«Verse libres de la miseria, hallar con más seguridad la propia
subsistencia, la salud, una ocupación estable; participar todavía
más en las responsabilidades, fuera de toda opresión y al abrigo de
situaciones que ofenden su dignidad de hombres; ser más instruidos;
en una palabra, hacer, conocer y tener más para ser más»2.
Nuestro corazón desea «algo más», que no es simplemente un conocer
más o tener más, sino que es sobre todo un ser más. No se
2 Cart. enc. Populorum progressio, 26 marzo 1967, 6.
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puede reducir el desarrollo al mero crecimiento económico, obtenido
con frecuencia sin tener en cuenta a las personas más débiles
e indefensas. El mundo solo puede mejorar si la atención primaria
está dirigida a la persona, si la promoción de la persona es integral,
en todas sus dimensiones, incluida la espiritual; si no se abandona a
nadie, comprendidos los pobres, los enfermos, los presos, los necesitados,
los forasteros (cf. Mt 25, 31-46); si somos capaces de pasar de
una cultura del rechazo a una cultura del encuentro y de la acogida.
Emigrantes y refugiados no son peones sobre el tablero de la
humanidad. Se trata de niños, mujeres y hombres que abandonan
o son obligados a abandonar sus casas por muchas razones, que
comparten el mismo deseo legítimo de conocer, de tener, pero sobre
todo de ser «algo más». Es impresionante el número de personas
que emigra de un continente a otro, así como de aquellos que
se desplazan dentro de sus propios países y de las propias zonas
geográficas. Los flujos migratorios contemporáneos constituyen el
más vasto movimiento de personas, incluso de pueblos, de todos
los tiempos. La Iglesia, en camino con los emigrantes y los refugiados,
se compromete a comprender las causas de las migraciones,
pero también a trabajar para superar sus efectos negativos y valorizar
los positivos en las comunidades de origen, tránsito y destino
de los movimientos migratorios.
Al mismo tiempo que animamos el progreso hacia un mundo
mejor, no podemos dejar de denunciar por desgracia el escándalo
de la pobreza en sus diversas dimensiones. Violencia, explotación,
discriminación, marginación, planteamientos restrictivos de las libertades
fundamentales, tanto de los individuos como de los colectivos,
son algunos de los principales elementos de pobreza que
se deben superar. Precisamente estos aspectos caracterizan muchas
veces los movimientos migratorios, unen migración y pobreza. Para
huir de situaciones de miseria o de persecución, buscando mejores
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posibilidades o salvar su vida, millones de personas comienzan un
viaje migratorio y, mientras esperan cumplir sus expectativas, encuentran
frecuentemente desconfianza, cerrazón y exclusión, y son
golpeados por otras desventuras, con frecuencia muy graves y que
hieren su dignidad humana.
La realidad de las migraciones, con las dimensiones que alcanza
en nuestra época de globalización, pide ser afrontada y gestionada
de un modo nuevo, equitativo y eficaz, que exige en primer lugar
una cooperación internacional y un espíritu de profunda solidaridad
y compasión. Es importante la colaboración a varios niveles,
con la adopción, por parte de todos, de los instrumentos normativos
que tutelen y promuevan a la persona humana. El papa Benedicto
XVI trazó las coordenadas afirmando que:
«Esta política hay que desarrollarla partiendo de una estrecha
colaboración entre los países de procedencia y de destino de
los emigrantes; ha de ir acompañada de adecuadas normativas
internacionales capaces de armonizar los diversos ordenamientos
legislativos, con vistas a salvaguardar las exigencias y los derechos
de las personas y de las familias emigrantes, así como las de las
sociedades de destino»3.
Trabajar juntos por un mundo mejor exige la ayuda recíproca entre
los países, con disponibilidad y confianza, sin levantar barreras
infranqueables. Una buena sinergia animará a los gobernantes a
afrontar los desequilibrios socioeconómicos y la globalización sin
reglas, que están entre las causas de las migraciones, en las que las
personas no son tanto protagonistas como víctimas. Ningún país
puede afrontar por sí solo las dificultades unidas a este fenómeno
que, siendo tan amplio, afecta en este momento a todos los continentes
en el doble movimiento de inmigración y emigración.
3 Cart. enc. Caritas in veritate, 19 junio 2009, 62.
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Es importante subrayar además cómo esta colaboración comienza
ya con el esfuerzo que cada país debería hacer para crear mejores
condiciones económicas y sociales en su patria, de modo que la
emigración no sea la única opción para quien busca paz, justicia,
seguridad y pleno respeto de la dignidad humana. Crear oportunidades
de trabajo en las economías locales, evitará también la separación
de las familias y garantizará condiciones de estabilidad y
serenidad para los individuos y las colectividades.
Por último, mirando a la realidad de los emigrantes y refugiados,
quisiera subrayar un tercer elemento en la construcción de un
mundo mejor, y es el de la superación de los prejuicios y preconcepciones
en la evaluación de las migraciones. De hecho, la llegada
de emigrantes, de prófugos, de los que piden asilo o de refugiados,
suscita en las poblaciones locales con frecuencia sospechas y hostilidad.
Nace el miedo de que se produzcan convulsiones en la paz
social, que se corra el riesgo de perder la identidad o cultura, que
se alimente la competencia en el mercado laboral o, incluso, que
se introduzcan nuevos factores de criminalidad. Los medios de comunicación
social, en este campo, tienen un papel de gran responsabilidad:
a ellos compete, en efecto, desenmascarar estereotipos y
ofrecer informaciones correctas, en las que habrá que denunciar los
errores de algunos, pero también describir la honestidad, rectitud y
grandeza de ánimo de la mayoría. En esto se necesita por parte de
todos un cambio de actitud hacia los inmigrantes y los refugiados,
el paso de una actitud defensiva y recelosa, de desinterés o de marginación
—que, al final, corresponde a la «cultura del rechazo»— a
una actitud que ponga como fundamento la «cultura del encuentro
», la única capaz de construir un mundo más justo y fraterno,
un mundo mejor. También los medios de comunicación están llamados
a entrar en esta «conversión de las actitudes» y a favorecer
este cambio de comportamiento hacia los emigrantes y refugiados.
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Pienso también en cómo la Sagrada Familia de Nazaret ha tenido
que vivir la experiencia del rechazo al inicio de su camino:
María «dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo
recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en la posada
» (Lc 2, 7). Es más, Jesús, María y José han experimentado lo que
significa dejar su propia tierra y ser emigrantes: amenazados por el
poder de Herodes, fueron obligados a huir y a refugiarse en Egipto
(cf. Mt 2, 13-14). Pero el corazón materno de María y el corazón
atento de José, Custodio de la Sagrada Familia, han conservado
siempre la confianza en que Dios nunca les abandonará. Que por
su intercesión, esta misma certeza esté siempre firme en el corazón
del emigrante y el refugiado.
La Iglesia, respondiendo al mandato de Cristo «Id y haced discípulos
a todos los pueblos», está llamada a ser el Pueblo de Dios que
abraza a todos los pueblos, y lleva a todos los pueblos el anuncio
del Evangelio, porque en el rostro de cada persona está impreso el
rostro de Cristo. Aquí se encuentra la raíz más profunda de la dignidad
del ser humano, que debe ser respetada y tutelada siempre. El
fundamento de la dignidad de la persona no está en los criterios de
eficiencia, de productividad, de clase social, de pertenencia a una
etnia o grupo religioso, sino en el ser creados a imagen y semejanza
de Dios (cf. Gén 1, 26-27) y, más aún, en el ser hijos de Dios; cada
ser humano es hijo de Dios. En él está impresa la imagen de Cristo.
Se trata, entonces, de que nosotros seamos los primeros en verlo y
así podamos ayudar a los otros a ver en el emigrante y en el refugiado
no solo un problema que debe ser afrontado, sino un hermano
y una hermana que deben ser acogidos, respetados y amados, una
ocasión que la Providencia nos ofrece para contribuir a la construcción
de una sociedad más justa, una democracia más plena, un país
más solidario, un mundo más fraterno y una comunidad cristiana
más abierta, de acuerdo con el Evangelio. Las migraciones pueden
dar lugar a posibilidades de nueva evangelización, a abrir espacios
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para que crezca una nueva humanidad, preanunciada en el misterio
pascual, una humanidad para la cual cada tierra extranjera es
patria y cada patria es tierra extranjera.
Queridos emigrantes y refugiados. No perdáis la esperanza de
que también para vosotros está reservado un futuro más seguro,
que en vuestras sendas podáis encontrar una mano tendida, que
podáis experimentar la solidaridad fraterna y el calor de la amistad.
A todos vosotros y a aquellos que gastan sus vidas y sus energías
a vuestro lado os aseguro mi oración y os imparto de corazón la
bendición apostólica.
Vaticano, 5 de agosto de 2013