RESERVA GENÉTICA ESPIRITUAL

MARI PAZ LÓPEZ SANTOS, pazsantos@pazsantos.com
MADRID.

ECLESALIA, 22/01/13.- Llegamos entrada la noche a un pequeño pueblo de Galicia a finales de diciembre. El viento hacía que la lluvia calara en diagonal con tal fuerza, que era más sensato cerrar el paraguas que combatir como Don Quijote contra los molinos. Corrimos a resguardarnos en la casa que habíamos alquilado para pasar unos días. La humedad se notaba dentro, demasiados meses cerrada; el dulce verano gallego quedaba lejano y en los últimos días del año se mostraba implacable.

Caldo caliente, unas pequeñas velas para ambientar y a la cama, refugio ansiado de peregrinos después del largo viaje y el fuerte temporal.

Casi en el instante de apagar la luz del dormitorio vi una mancha oscura en mi blanco anorak. Encendí de inmediato. Uno de esos abejorros que cuando se les ve volar en el verano recuerdan a los aviones de transporte militar, incluido el zumbido, se encontraba cómodamente instalado en el suave forro de mi prenda de abrigo.
Le invité, sin preguntar, a abandonar su refugio en mi anorak, saliendo por la ventana que daba al jardín y buscarse a la vida en el exterior. De la climatología ya he comentado.

A la mañana siguiente disfruté, tras los cristales, de la visión de un magnífico árbol con cierto aire exótico: araucaria es su nombre. Viento y lluvia seguían siendo dueños y señores del lugar. Pero he aquí que la vida te da sorpresas: el “inquilino” que me había parecido enorme posado en mi anorak era ahora una pequeña mancha negra con dos mínimas rayas anaranjadas posado y bien agarrado al árbol que le sirvió de cobijo cuando le puse de patitas en la calle.

Me produjo un profundo respeto. Seguía cumpliendo su misión: permanecer vivo; en silencio, en soledad, afrontando las inclemencias y los contratiempos. Allí estaba hecho uno con la rama del árbol, sin desfallecer.
Hablé de él en el desayuno y se comentó el hecho de que la naturaleza selecciona individuos fuertes como reserva genética que ayuden a dar continuidad a la especie cuando el reloj del tiempo vuelva a situarse en los inicios primaverales.

El respeto del primer momento se convirtió en auténtica admiración: permaneció férreamente enganchado a la rama día tras día hasta el sexto de nuestra estancia. Llegué a pensar que había muerto, pero cuando unos leves rayos de sol se hicieron presentes en el paisaje gallego, desapareció de la rama y le perdí la pista por un tiempo. Volví a verle situado en otra aún más acogedora. Sabía que tenía un largo invierno por delante.
Mientras tanto despedimos un año y dimos la bienvenida al siguiente sin que el temporal amainara y diera sosiego para pasear tranquilamente por la playa o el espigón del puerto. Le hice un guiño de despedida al valiente abejorro antes de iniciar la partida, dando por concluida la estancia, almacenando el recuerdo y dos fotos del okupa y su árbol.

De vuelta a casa, dejando atrás el ecosistema marino, de camino al radicalmente urbano, me adentré en una reflexión que me acercó a otra forma de “ecosistema”: la vida monástica.

Sé que semejante salto va a causar sorpresa pero en realidad todo está tan cerca que sólo hay que pararse, mirar e ir descubriendo la esencia de cada situación, de cada paisaje; de este acontecimiento y de aquel suceso; cada grupo humano, cada individuo con su vida y su historia; tantos ojos, caras, bocas, gestos… El dolor y el amor en el mundo están ahí para ser contemplados, ofreciendo un mensaje por descubrir para luego comunicar. Además de mirar hay que animarse a escuchar, y ambas cosas son difíciles en este tiempo de ruido y distracción que vivimos.

En la vida monástica descubrimos lo que he dado en llamar “reserva genética espiritual” compuesta por unos valores que están en peligro de extinción en el mundo y que constituyen, siempre según mi parecer, la esencia del ser humano para su crecimiento, estabilidad, armonía, serenidad, conocimiento de sí mismo, de los demás y de Dios. Son patrimonio de la humanidad desde su origen, es el equipaje que traemos para que la vida humana sea más Vida.

La ciencia informa de que a mayor diversidad en la reserva genética más posibilidades de sobrevivir a los eventos de la selección y la escasa diversidad acerca al riesgo de extinción.

La reserva genética espiritual es oración, silencio, lectio divina; el trabajo, tanto manual como intelectual, considerándolo como medio de vida, desde una dimensión más humana y con su punto de trascendencia; la sencillez de vida y la vida comunitaria; la acogida realizada de una forma bien peculiar, mirando y aceptando al otro como si se tratara del mismo Cristo (RB 53,1); el estudio, la meditación, el cuidado de la naturaleza y los recursos naturales; la escucha obediente a la palabra de Dios para saber discernir los signos de los tiempos y mantener la tradición viva; y la contemplación.

La vida monástica no está exenta de los avatares del tiempo que vivimos, todos somos hijos de una época y nadie es perfecto; pero al llegar al monasterio, sin explicaciones ni discursos, los laicos, venidos del mundo cada cual como puede, vamos encontrando y reconociendo ese patrimonio olvidado o escondido que va despertando por dentro recuerdos ancestrales. La vida espiritual ha de ser alimentada para que la vida sea plena. Eso es para todos y quien lo olvida o lo deja de lado corre peligro de extinción.

El abejorro sabía cual era su misión y la vida monástica también, siglo tras siglo, con sus luces y sus sombras, vendavales, tormentas, etc. Y nosotros, como laicos en el mundo, hemos de descubrirla si es que la hemos olvidado y caminar con el valioso equipaje que se nos ha dado, recuperando certezas, ahuyentando miedos y confiando en Dios que sabe lo que hace con todas las especies. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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