Un cuento inspirado en la vida del Papa Francisco
Había una vez un niño llamado Jorge que vivía en un barrio sencillo de Buenos Aires, Argentina. No era diferente a los demás: jugaba al fútbol en la calle con sus amigos, corría detrás de los barriletes y se ensuciaba las rodillas al trepar árboles. Pero había algo en él que lo hacía especial: tenía un corazón enorme y una mirada que siempre se detenía en los que más sufrían. Si veía a alguien solo en una esquina, se acercaba. Si encontraba a un perro herido, lo acariciaba. Y si su abuela le pedía ayuda, él estaba antes de que se lo terminara de pedir.
Su abuela Rosa era una mujer sabia y piadosa. Cada día le hablaba de Dios, le enseñaba oraciones y le contaba historias de santos que ayudaban a los pobres y caminaban descalzos para parecerse más a Jesús. Jorge escuchaba con atención, y algo dentro de él se encendía. Había algo en ese amor sencillo, en esa fe sin adornos, que le atraía más que cualquier otra cosa. A veces, cuando estaba solo, hablaba con Dios en voz bajita, como si fuera un amigo al que le podía confiarlo todo.
Con el tiempo, Jorge sintió que su corazón le pedía algo más. Podría haber sido médico, profesor o cualquier otra cosa, pero eligió ser sacerdote. Quería estar cerca de Dios, sí, pero sobre todo quería estar cerca de la gente. Se hizo jesuita, y como sacerdote recorría las calles de Buenos Aires con sus zapatos gastados, escuchando historias, consolando penas, compartiendo mates con los que no tenían compañía. Nunca se creía más que nadie, y si podía evitarlo, no usaba trajes elegantes ni coches llamativos. Prefería el colectivo, la humildad, y los gestos que llegaban al alma.
Pasaron los años, y Jorge se convirtió en obispo, luego en cardenal. Pero nada de eso cambió su forma de vivir. Seguía tomando el mismo transporte, visitando villas, hablando con jóvenes y viejitos, con madres solteras y presos, con ricos que buscaban sentido y con pobres que regalaban sonrisas. Su mensaje era simple, pero profundo: “Dios te ama. Siempre. No importa quién seas ni lo que hayas hecho.”
Y entonces, cuando menos se lo esperaba, el mundo entero volvió sus ojos hacia él. En Roma, los cardenales se habían reunido para elegir a un nuevo Papa. Jorge viajó sin pensar que lo elegirían. Pero Dios tenía otros planes. Y así, aquel hombre sencillo, de voz pausada y sonrisa franca, fue elegido como el nuevo pastor de la Iglesia. En el balcón del Vaticano, donde millones esperaban ver al nuevo Papa, apareció Jorge. O mejor dicho, apareció Francisco. Porque eligió ese nombre, inspirado en San Francisco de Asís, el santo que amaba la pobreza, la naturaleza y a los más pequeños.
Desde entonces, el mundo lo conoce como el Papa Francisco. Pero en el fondo, sigue siendo el padre Jorge. Camina con humildad, rechaza los lujos y abraza con ternura a quienes encuentra en el camino. Ha visitado países lejanos, ha hablado en muchos idiomas, ha bendecido a niños y ha consolado a familias rotas. Y siempre, siempre, repite lo mismo: que la Iglesia debe ser como un hospital de campaña, abierto a todos, especialmente a los que están heridos. Que la fe no es para guardarla en vitrinas, sino para compartirla con amor. Que la ternura es una fuerza poderosa. Y que Dios nunca se cansa de perdonarnos.
Un día, un niño lo miró curioso y le preguntó:
—Papa Francisco, ¿por qué siempre sonríes?
Y él, sin dudar, respondió:
—Porque sé que Jesús me quiere. Y cuando uno sabe que es amado, no puede dejar de sonreír… aunque lleve los zapatos gastados.
Y así sigue caminando, con paso firme pero humilde, recordándole al mundo que el amor de Dios es más grande que cualquier frontera.