Lecturas diarias – 7 de Diciembre – Decálogo para el Adviento

Lecturas diarias – 7 de Diciembre – Decálogo para el Adviento


Semana I° de Adviento
Memoria obligatoria – Blanco
Isaías 30, 19-21. 23-26 / Mateo 9, 35—10, 1. 5a. 6-8
Salmo responsorial Sal 146, 1-6
R/. “¡Felices los que esperan en el Señor!”

Santoral:

San Ambrosio

Decálogo para el Adviento

1. Prepara bien el camino de tu vida.
Que el Señor, cuando llegue, lo encuentre limpio de rencor.

2 . Arregla bien el interior de tu corazón.
Que el Señor, cuando nazca, pueda encontrase
con un lugar confortable.

3 . Acondiciona bien el interior de tu mente.
Que el Señor, cuando se acerque a ti,
no te encuentre confundido y pervertido.

4. Limpia bien tus ojos.
Que el Señor, cuando venga, no te encuentre
tan distraído con las cosas, que no te des cuenta
de que ya ha llegado.

5. Conforma bien tu fe.
Que el Señor, cuando te escuche, compruebe
que su Palabra ha dejado algo positivo en ti.

6. Alimenta bien tu mesa.
Que el Señor, cuando se siente,
vea que la Eucaristía es algo imprescindible
para tu vida.

7. Abre bien tus manos.
Que el Señor, cuando llore, las encuentre abiertas
para hacer el bien y para consolar.

8. Doblega bien tus rodillas.
Que el Señor, cuando nazca, sienta que es importante
ti y, por lo tanto, le adores en espíritu y en verdad.

9. Modela bien tus sentimientos.
Que el Señor, cuando te alcance, compruebe
que has preparado con sobriedad y con ilusión su llegada

10. Suelta bien tus pies.
Que el Señor, cuando baje a Belén, cuente
–además de con la presencia de los pastores–
con tu oración, con tu amor, con tu fe
y con tu esperanza.

¿Serás capaz de cumplir todo esto?
¡El Señor, tu fe, tu vida y tu Iglesia se lo merecen!

P. Javier Leoz

Liturgia – Lecturas del día

Se apiadará de ti al oír tu clamor

Lectura del libro de Isaías

30, 19-21. 23-26
Así habla el Señor:
Pueblo de Sión, que habitas en Jerusalén, ya no tendrás que llorar: Él se apiadará de ti al oír tu clamor; apenas te escuche, te responderá.
Cuando el Señor les haya dado el pan de la angustia y el agua de la aflicción, aquel que te instruye no se ocultará más, sino que verás a tu maestro con tus propios ojos. Tus oídos escucharán detrás de ti una palabra: «Éste es el camino, síganlo, aunque se hayan desviado a la derecha o a la izquierda».
El Señor te dará lluvia para la semilla que siembres en el suelo, y el pan que produzca el terreno será rico y sustancioso.
Aquel día, tu ganado pacerá en extensas praderas. Los bueyes y los asnos que trabajen el suelo comerán forraje bien sazonado, aventado con el bieldo y la horquilla.
En todo monte elevado y en toda colina alta, habrá arroyos y corrientes de agua, el día de la gran masacre, cuando se derrumben las torres. Entonces, la luz de la luna será como la luz del sol, y la luz del sol será siete veces más intensa -como la luz de siete días- el día en que el Señor vende la herida de su pueblo y sane las llagas de los golpes que le infligió.

Palabra de Dios.

SALMO RESPONSORIAL 146, 1-6

R. ¡Felices los que esperan en el Señor!

¡Qué bueno es cantar a nuestro Dios,
qué agradable y merecida es su alabanza!
El Señor reconstruye a Jerusalén
y congrega a los dispersos de Israel. R.

Sana a los que están afligidos
y les venda las heridas.
Él cuenta el número de las estrellas
y llama a cada una por su nombre. R.

Nuestro Señor es grande y poderoso,
su inteligencia no tiene medida.
El Señor eleva a los oprimidos
y humilla a los malvados hasta el polvo. R.

EVANGELIO

Al ver a la multitud, tuvo compasión

a Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Mateo
9, 35—10, 1. 5a. 6-8

Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas de ellos, proclamando la Buena Noticia del Reino y sanando todas las enfermedades y dolencias. Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos:
«La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para su cosecha».
Jesús convocó a sus doce discípulos y les dio el poder de expulsar a los espíritus impuros y de sanar cualquier enfermedad o dolencia.
A estos Doce, Jesús los envió con las siguientes instrucciones:
«Vayan a las ovejas perdidas del pueblo de Israel. Por el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca. Sanen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente».

Palabra del Señor.

Reflexión

Is. 30, 19-21. 23-26. El Señor siempre se apiadará de nosotros, y está siempre dispuesto a perdonarnos.
¿Quién no ha pasado por momentos de angustia y tragos amargos en su vida? Muchas veces pareciera que Dios nos ha ocultado su rostro. Sin embargo, mientras continuemos confiando en Él y acudamos a Él con una oración sincera, el Señor misericordioso se apiadará de nosotros y nos responderá apenas nos oiga. Él siempre velará por nosotros como lo hace un padre amoroso con sus hijos.
Dios no quiere la muerte de sus hijos. Él nos ha enviado a su propio Hijo para que, hecho uno de nosotros, vende nuestras heridas y sane las llagas de nuestros golpes. Él nos da el alimento necesario para subsistir en este mundo, y nos concede en abundancia su perdón y su Espíritu Santo para que no sólo nos llamemos hijos de Dios, sino para que en verdad lo tengamos como Padre nuestro.
Quienes nos hemos dejado amar por Él tenemos como vocación convertirnos para nuestros hermanos en un signo del amor misericordioso de Dios manifestado en su Hijo Jesús.

Sal. 147 (146) Nuestro Dios, que todo lo sabe y todo lo penetra, ha salido por medio de su Hijo, como el buen Pastor, a buscar y a salvar todo lo que se había perdido.
Él ha venido a sanar los corazones quebrantados y a vendar nuestras heridas, a socorrer a los pobres y a levantar a los humildes. Por eso hagamos de toda nuestra vida una continua alabanza a su Santo Nombre.
Dios quiere que todos nos salvemos por medio de su Hijo. A nadie creó para la condenación. Por eso nosotros mismos no hemos de cerrar nuestra vida a su amor; más bien hemos dejarnos encontrar y salvar por Él de tal forma que no sólo lleguemos participar de su Reino aquí en la tierra, sino que encaminemos nuestros pasos a la posesión de los bienes definitivos, que Dios nos ha concedido por medio de su propio Hijo Jesús.

Mt. 9, 35-10,1. 6-8. ¿Nos imaginamos un rebaño que se ha quedado sin su pastor? Estaría a merced de toda clase de peligros: salteadores, fieras salvajes, etc. Y Jesús nos dice que se compadeció de las multitudes porque estaban extenuadas y desamparadas, como ovejas sin pastor.
Jesús ha venido a ponerse, como Buen Pastor, al frente de su Pueblo. Él vino a sanar las heridas que el pecado había dejado en nosotros. Él vino a saciar nuestra hambre de amor, de paz y de felicidad. Él se ha hecho Dios-con-nosotros, cercano a nosotros y lleno de misericordia por cada uno de nosotros.
Y Él ha enviado a sus apóstoles, con el mismo poder que Él recibió del Padre, para que continúen esa obra de ser buenos pastores, signos creíbles de Cristo, a través de la historia.
Por eso la Iglesia, a la par que proclamar el Evangelio, debe preocuparse por sanar las heridas que el pecado ha dejado en muchos corazones.
Si en lugar de sanar aumenta el dolor de quienes le han sido confiados, no podrá ser, con toda lealtad, un signo del Hijo de Dios que, encarnado, ha venido a remediar todos nuestros males.
Hay mucho trabajo por realizar en el mundo; hay muchas esperanzas que han de ser colmadas. No permitamos que por nuestras flojeras esa cosecha se pudra o sea pasto de ladrones que quieren aprovecharse de los demás para sus propios intereses.
El Señor se ha convertido para nosotros en el Camino que hemos de seguir, sin desviarnos, ni a la derecha, ni a la izquierda. Y ese Camino es Amar sin fronteras, sin miedos; amar hasta ser capaces de dar nuestra vida por aquellos que amamos, con tal de que lleguen a su plenitud en Cristo.
La Eucaristía nos hace celebrar ese misterio de amor que Dios nos ha tenido hasta el extremo, pues, a pesar de que éramos pecadores, Él salió a nuestro encuentro para morir por nosotros para que tuviésemos nueva vida.
Los que celebramos la Eucaristía no tenemos otro camino para llamarnos personas de fe en Cristo y para llegar a poseer la herencia que se nos ha prometido.
Por eso, los que por la fe y el bautismo vivimos unidos a Cristo debemos, como Él, sanar los corazones quebrantados y vendar las heridas, tender la mano a los humildes y reunir a todos en un sólo pueblo a todos aquellos a quienes el pecado ha dispersado y que en adelante han de tener como única ley el mandato del amor.
Hemos de ser, así, por la Fuerza del Espíritu Santo en nosotros, un signo creíble de Jesucristo, Buen Pastor, que a través de su Iglesia sigue, no sólo compadeciéndose de las multitudes que viven como ovejas sin Pastor, sino que continúa, por medio nuestro, expulsando de la comunidad la fuerza del mal que nos impide amarnos como hermanos.
Hemos de preocuparnos por los enfermos para asistirlos y procurar, por todos los medios posibles y moralmente buenos, su salud; hemos de procurar remediar las dolencias que han abierto heridas en lo más profundo de muchos corazones a causa de los desprecios, de las marginaciones, de las persecuciones injustas, de la pobreza causada por la injusticia social, de las voces enmudecidas por mentes depravadas que impiden a los inocentes clamar justicia.
Si realmente somos personas de fe en Cristo no podemos convertirnos en destructores de la paz, ni en egoístas que pisoteen los derechos de los demás para lograr intereses oscuros.
Cristo espera de nosotros que, brillando con la Luz de su amor infundido en nosotros, logremos, ya desde esta vida, que el reino del mal desaparezca y que comience, ya desde ahora, a hacerse realidad el Reino de Dios entre nosotros.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de prepararnos para la venida del Señor no sólo escuchando su Palabra, sino poniéndola en práctica, para que el Señor encuentre una digna morada en nosotros. Amén.

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